jueves, 31 de mayo de 2018

En junio hará siete años que no fumo. Antes de lograr esta marca personal de abstinencia nicotínica -confío en que sea irreversible- lo intenté ni se sabe cuántas veces.
Siempre recaí por culpa del cafecito mañanero o del traguito del sábado. Al volver a las andadas recordaba una frase del famoso humorista norteamericano Mark Twain: «Dejar de fumar es muy fácil. Yo dejé de hacerlo como cien veces».

Quien no fuma ignora lo traumático que resulta dejar el vicio cuando alguien lleva más de 30 almanaques entre bocanadas. En tan largo período se llega a establecer entre victimario y víctima una dependencia angustiosa, como la del esclavo con su amo. Pero está probado que con voluntad se pueden sacudir los grilletes del sometimiento y declararse libre, aunque sea a costa de convertirse uno en un cimarrón en un palenque libre de humo.

En mi caso, la razón para dejar el tabaquismo me lo propició mi hija Sofía, hoy de 13 años años de edad. Una mañana, mientras la acomodaba en mi ciclomotor para llevarla al círculo infantil, su cabecita quedó a la altura de la mía. Yo acababa de fumarme el primer cigarro del día y mis labios transpiraban el tufo maloliente de la nicotina. Le di un beso en la mejilla. A Sofía le desagradó mi aliento. Y me lo hizo saber: «¡Ay, papá, pesteee...!», protestó, mientras se apartaba y se limpiaba el rostro con una manita.

 En mi caso, la razón para dejar el tabaquismo me lo propició mi hija Sofía, hoy de 13 años años de edad. Una mañana, mientras la acomodaba en mi ciclomotor para llevarla al círculo infantil, su cabecita quedó a la altura de la mía. Yo acababa de fumarme el primer cigarro del día y mis labios transpiraban el tufo maloliente de la nicotina. Le di un beso en la mejilla. A Sofía le desagradó mi aliento. Y me lo hizo saber: «¡Ay, papá, pesteee...!», protestó, mientras se apartaba y se limpiaba el rostro con una manita.

Aquello tuvo el efecto de un porrazo sobre mi corazón de padre. Sentí que el mundo se desplomaba. ¡Imagínense! Lo que no lograron críticas, sermones, campañas, solicitudes, insinuaciones, advertencias, dudas, compromisos y hasta amenazas lo logró una frase de rechazo, un beso censurado de mi niña. Entonces tomé la decisión aplazada tantas veces, me programé para cumplirla y... ¡no he vuelto a fumar! Algunos dirán: «Bahhh, ya vimos esa película. Veremos si puede mantenerse» Y yo: «¡Seguro que podré!»

La primera recompensa por esta determinación es que mi salud se ha fortalecido. La escalera hasta mi apartamento en el tercer piso dejó de constituir un martirio para mis pulmones. Y no me obsesiona la llegada del amanecer para tirarme de la cama, «colar» café y solazarme luego en el balcón con el cigarro más apetecible del día. Les seré franco: en materia de dinero, no he ahorrado ni un centavo. Pero ya no convierto los billetes en humo y ceniza. Ahora le doy un destino más útil.

Lo otro bueno es que mejoré la autoestima. Cuando alguien se me acerca y me dice: «¿me puede prestar su fosforera?», le respondo, mirándolo a los ojos: «no, yo no fumo». Y eso me reconforta una barbaridad. Mi abdicación trajo otros beneficios: ceniceros limpios, ligereza en los bolsillos y ropa sin quemar. Ahhh, y ya Sofía dejó de amonestarme por los hedores a tabaco. En fin, ganancia neta. 

Así que si es usted es fumador empedernido -o fumadora-, vamos, ¡anímense y aplasten definitivamente la colilla! Su salud, su familia, su entorno, su imagen y su economía se lo agradecerán.

Por Juan Morales Agüero

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