domingo, 9 de julio de 2017



Tributar para un periódico es para los profesionales de la prensa como cruzar aceros con la exigencia técnica y la rigurosidad editorial. Se trata de que la prosa de prisa, como agudamente llamó al periodismo Nicolás Guillén, no está solo concebida para llegar de una manera directa, sencilla, sucinta y completa a sus lectores, sino también para hacerlo con un nivel decoroso de factura estilística. Redactar es más que poner una palabra detrás de la otra: es escribir con apego a las normas del idioma y enunciar con claridad, elegancia y concisión lo que se pretende decir.
Son numerosos y heterogéneos los «virus» que contaminan hoy al discurso periodístico escrito. Uno de los más nocivos es el llamado «lugar común». Por estos giros debemos entender el uso indiscriminado de argumentos, análisis y juicios que gastaron toda su capacidad de sugerencia de tanto repetirse y repetirse. Ninguno es capaz de ofrecer ya una visión objetiva sobre un tema. Como funcionan en cualquier contexto, tampoco ayudan a comprender bien aquello de lo que se habla, pues su simpleza aburre al lector culto y confunde al lector ocioso.
Comenzaré con un ejemplo bastante frecuente: «masivo acto». ¿Dice realmente algo tan simplista y ambigua manera de describir una reunión de cierta cantidad de personas? ¿Logra alguien hacerse una idea más o menos exacta de si fueron cien o mil los participantes? Definitivamente, no. Y eso es porque nos hemos acostumbrado a emplear la frase con análogos propósitos tanto cuando cubrimos una graduación estudiantil de como cuando reseñamos una rendición de cuentas de un delegado.
Otro caso notorio es el de «merecidas vacaciones». Decimos: Fulano de Tal no pudo estar presente en la actividad porque se encuentra disfrutando de unas merecidas vacaciones. El lector avezado se pregunta al vuelo: “¿le consta al periodista que esas vacaciones son merecidas? ¿Por qué las califica con esa seguridad? ¿No sería más sensato limitarse a decir que la persona en cuestión está, sencillamente, de vacaciones?”
Podría citar un rosario de ejemplos de parecidos. Todos, sin excepción, padecen el mal de la pobreza léxica y del acomodamiento estilístico. He dejado de tener en cuenta al entrevistado que me pretenden vender en titulares como... «un digno ejemplo». Sí, asumo el riesgo de que tal vez esa persona lo sea. Pero, ¿acaso no se le endilgan esos mismos epítetos a cuanto interlocutor más o menos destacado aparece en las páginas de nuestras publicaciones? ¿Por qué abusar de un enunciado cuyo empleo debe reservarse solo para casos excepcionales? Quien se limite a cumplir con sus deberes puede ser un buen ejemplo, pero no necesariamente un digno ejemplo, que es un calificativo de talla mayor.
Pregunto: ¿a quiénes se les activan las papilas gustativas cuando leen «aromático grano» en un material periodístico referido al café? ¿Alguien siente deseos de tomarse un vaso guarapo cuando la letra impresa insiste en imponernos el giro «dulce gramínea» en alusión a la caña de azúcar? ¿Quién le concede más importancia al agua, solo porque los periodistas nos referimos a ella como al «líquido vital»? ¿Acaso alguno ha tenido sudoraciones al posar la mirada sobre la frase «ingentes esfuerzos»? ¿Cuántos no hemos criticado el eufemismo «larga y penosa enfermedad» con que hacen referencia a algo que se llama simplemente cáncer?
Y así «combativa demostración», «éxito extraordinario», «conducta íntegra», «trabajador incansable», «demostración de duelo», «fervor patriótico», «combativo acto», «luctuosa ceremonia», «cálidos elogios», «sentido pésame»... Vale acuñar frases que rompan con la monotonía lingüística y contribuyan a darle color y variedad al idioma. Pero, ¿hasta cuándo vamos recurrir a su uso para describir siempre similares circunstancias? ¿Hasta cuando les vamos a dar voz para después, en un acto de cruel «lengüicidio», condenarlos a la mudez semántica?
Otro vicio  es la adjetivación. «Los adjetivos son las arrugas del estilo», dijo Saramago en un lúcido ensayo sobre el idioma. Cuando los insertamos sin razones justificadas, abruman y confunden. El buen periodismo se caracteriza por la parquedad en su uso, y solo apela a ellos para escoger los más concretos, simples, directos y definidores. Si calificamos a cualquiera de excelso, fantástico, eminente, incomparable, ilustre, insigne, notable, magnífico..., ¿qué dejamos después para las personalidades de primera línea? Como dijo una colega en la página cultural del semanario Trabajadores, “... ¿qué le decimos entonces a Pavarotti?”
Las llamadas muletillas también se las traen. Son frases improductivas, inútiles que no le aportan absolutamente nada ni a las ideas desarrolladas en la cuartilla ni al discurso periodístico propiamente. Todos los que ejercemos la profesión hemos incurrido alguna que otra vez en su nefasto uso. Les pondré algunos ejemplos: «asimismo», «en otro orden de cosas», «por otra parte», «ahora bien»... Pruebe a eliminarlas y advertirá que la redacción adquiere más fuerza y más elegancia sin la presencia de semejantes rémoras. Debemos estar siempre alertas contra ellas, pues, a pesar de someterlas a vigilancia, suelen deslizarse muy fácilmente.
Por Juan Morales Agüero

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