La tormenta tropical Elsa pasó de largo por el poblado amanciero de Guayabal sin dedicarle ni siquiera un borrascoso y húmedo guiño. Cosa rara, porque su litoral parece como poseído del raro «aché» de atraer cuanto ciclón o marejada se despistan por las azules aguas del golfo de Guacanayabo.
En efecto, los cuadernos de bitácora locales registran más de una escaramuza contra los perversos emisarios de los dioses Eolo y Poseidón, empecinados en incluir al humilde asentamiento en sus funestos itinerarios, y culpables de las cicatrices que le marcan la epidermis en su centenaria existencia.
La furia de Natura contra Guayabal debutó en el siglo XIX, cuando una enorme ventisca lo vapuleó a su antojo. El ciclón de 1932 arrasó allí con la quinta y con los mangos. En agosto de 1950 se le encimó otro feroz temporal. Para no ser menos, el tristemente célebre Flora lo caló hasta los huesos en octubre de 1963. Ike (el huracán leñador) lo lanzó contra las cuerdas en septiembre de 2008. Y dos meses después, Paloma —¿o mejor tigresa?— lo puso al borde del nocao.
Un solo inmueble guayabalense resistió a pie firma las furibundas golpizas de los elementos. Fue construido en 1927 como vivienda familiar a pocos metros de la playa. Tiene costillar de tablas de madera, refuerzos de sólidas vigas y soportes de gruesos pilotes. Allí permanece, casi un siglo después. Ni el viento ni las olas han conseguido doblegarlo.
Pero existe algo de mágico en esta añeja edificación de cubierta de tejas y puertas frontales. Lo explica, a su manera, el sitio web de la emisora de Santa Cruz del Sur, una ciudad también bañada por el Golfo de Guacanayabo y casi borrada del mapa por la furia del huracán de 1932. Dice:
«Asombra que de los dos pueblos arrasados por el ciclón de 1932 —la propia Santa Cruz del Sur y el poblado de Guayabal, distantes por mar unos 35 kilómetros—, las únicas casas que quedaron en pie las construyó… ¡el mismo carpintero!».
¿Artista del oficio ese hombre? ¿O veleidades de la diosa fortuna? ¡Vaya usted a saber! Lo cierto es que la casa de Guayabal continúa en el mismo sitio donde fue levantada, quizás más decrépita que otrora, pero erguida, como un testimonio de que la cólera de la naturaleza no siempre se sale con la suya. Tal vez por eso, Elsa le concedió un respiro.
Por Juan Morales Agüero