lunes, 30 de mayo de 2016

 
La revista Bohemia acaba de festejar 108 años de existencia. Se dice fácil, pero ¿imaginan cuántas bobinas de papel, rollos fotográficos, tazas de café, temas diversos, estrés de cierre, neuronas exprimidas y una larga cadena de etcéteras se debió emplear y sufrir desde que su portada se mostró por primera vez en público, maquillada de tinta, aquel 10 de mayo de 1908? Imposible calcularlo.
Su dueño y fundador, Miguel Ángel Quevedo, la bautizó así, Bohemia, para que le recordara siempre su refinado gusto por la ópera. De ahí que tradujera al español Bohème, título de una pieza de Puccini, de quien era confeso admirador.
En las raídas páginas de un lote de bohemias viejas debutó hace alrededor de cuatro décadas mi irremediable adicción por las publicaciones periódicas. Recuerdo que mi padre era suscriptor de la revista y guardaba con celo de coleccionista cada número leído en una repisa sobre el lavadero. Más de una vez estuve a punto de romperme la crisma tratando de alcanzar uno de aquellos ejemplares de la etapa pre-revolucionaria marcados con el feroz hierro de las carcomas y las polillas, pero repletos de materiales audaces e interesantes.
Por entonces solía leerme de una sentada las secciones de mayor renombre, como Firmamento de los deportes, a cargo del irrepetible Eladio Secades. ¡Vaya manera de regodearse allí mi precoz apego por el tema! También devoraba con avidez no exenta de espanto Dentro del suceso, dos espeluznantes páginas de crónica roja sobre violencia y delitos pasionales. Y frivolidades seudoartísticas en La farándula pasa, con los dimes, diretes y entretelones de las estrellas de moda redactados por Don Galaor, seudónimo del periodista Germinal Barral.
Tal vez uno de los equipos de más prestigio profesional en Bohemia antes de 1959 fue el de los caricaturistas. Me gustaba especialmente la sección Davidcatura, donde Juan David convertía en arte legítimo la caricatura personal. Prohías y su segmento de humor negro El hombre siniestro era otro de los buenos. Por su parte, quienes hacían caricatura política exponían en cada número su talento e imaginación. Lástima que algunos se convirtieran luego en políticos de caricatura al deshonrar sus pinceles más allá de nuestras fronteras.
Lo que no me gustaba de Bohemia en aquella época eran los llamados «pases». Siempre que topaba a pie de texto con un «continúa en la página tal», resultaba que era esa, precisamente, la única ausente en mi revista. Me perdía así pormenores de los magníficos reportajes que rastreaba por todo el país Luis Rolando Cabrera; glosas de actualidad de la popularísima sección En Cuba, con sus sagaces reporteros Enrique de la Osa y Carlos Lechuga; o lúcidas opiniones de los polemistas y colaboradores de la época, algunos de los cuales, por cierto, empacaron a toda prisa su equipaje y orientaron su brújula ideológica hacia el norte cuando triunfó la Revolución.
Después fueron pasando por mis manos cientos de ediciones de Bohemia. Me las traía cada semana mi tío Luis, compradas indefectiblemente en el estanquillo del negro Chiquito. Y entonces me tocó almacenarlas en una barbacoa que habilité dentro de un cuartico para tarecos. A veces entraba allí por un minuto en busca de cualquier cosa. Pero, si por azar una revista caía en mi campo visual, olvidaba la diligencia y me ponía a leer. Lo mismo le ocurría a mi madre, también idólatra de Bohemia. Solo que ella, tan buena, despotricaba de vez en vez de la revista, acusándola de ser la culpable de mi sempiterna coriza.
En Bohemia me convertí en fan de la sección Correspondencia, que escribía inicialmente Francisco Pita Rodríguez. El segmento era un reservorio de saber y de cultura general. Con sus materiales conformé mi primer «Internet»: varias cajas de zapatos llenas de recortes clasificados por temas que todavía conservo, a pesar de tener acceso desde hace algunos años a la red de redes. ¡Ni se sabe cuántas veces me sacaron de apuros editoriales aquellos sueltos periodísticos!
Unas páginas después —leyendo Bohemia al derecho, no al revés, como lo hace mucha gente—, figuraba la sección En pocas palabras, a cargo de Mongo P. Allí me zampaba los Brochazos costumbristas (luego Pinceladas) del propio Mongo y las deliciosas misceláneas de Blanch y de Évora. Luego me autoflagelaba un rato con los crucigramas de Enrique Cantera, admiraba las sensuales líneas de las Criollitas de Wilson, iba a las curiosidades de cine de Rodolfo Santovenia y, por último, aprendía con los Gazapos de José Zacarías Tallet.
Hace un tiempo —y con dolor— regalé a un amigo una maleta atestada de bohemias viejas. Tuve que hacerlo porque desde que nacieron mis dos niñas en mi apartamento ya solo cabe lo imprescindible. Además, una de ellas es alérgica al polvo, y la maleta —empolvada por dentro y por fuera— estaba «guardada» justamente debajo de su cuna. Antes de entregar aquel tesoro me fui al balcón y lo revisé por última vez. Vi de nuevo las secciones ¡Arriba, corazones!, de Guido García Inclán; En Zafarrancho, de Mario Kuchilán Sol; Hechos y Comentarios, de Fulvio Fuentes... Y artículos de Jorge Mañach, de Carlos Rafael Rodríguez, de Paco Ichaso, de Cepero Bonilla, de Loló de la Torriente... Sí, en Bohemia escribieron las mejores plumas.
Le dije a mi amigo: «Llévatelas antes de que me arrepienta». Y él, ni corto ni perezoso, se evaporó con el paquete. Sin embargo, pronto repondré tan sensible pérdida, porque —¡hombre afortunado!— recibo Bohemia todas las semanas, algo de lo que no pueden blasonar todos los cubanos. Sigo del brazo con esta joven centenaria, recordando siempre lo que dijo de ella Jorge Quintana, al hablar de sus orígenes en ocasión de su aniversario 45: «... una revista que no solo sería orgullo de Cuba sino también un orgullo del continente americano».
Por Juan Morales Agüero

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