La historia de un niño tunero, hoy
periodista, que tomó parte activa en una de las cruzadas más trascendentales y
hermosas de la Revolución Cubana en sus casi seis décadas de existencia.
El 29 de agosto de 1960, al resumir
la graduación del primer grupo de maestros voluntarios, Fidel expresó: «El año
que viene tenemos que establecernos una meta: liquidar el analfabetismo en
nuestro país». Por entonces, la cifra de iletrados en la isla era de espanto:
un millón de personas -el 23,6 % de la población adulta- no sabía leer ni
escribir.
En apoyo a aquel noble desafío, 100
000 estudiantes dieron el paso al frente y constituyeron las brigadas Conrado
Benítez, nombre del maestro asesinado en el Escambray por bandas de la
contrarrevolución. Muchos de ellos eran adolescentes y se enfrentaban a una
experiencia inédita, lejos de sus hogares y entre personas desconocidas con
disímiles modos de vivir.
En unos siete meses, el contingente enseñó
las primeras letras a más de 700 000 cubanos. Solo los incapacitados para
aprender se perdieron la proeza. «Fue la campaña de alfabetización más exitosa
jamás realizada», dijo luego un directivo de la UNESCO. La alfabetizada de más
edad resultó ser una anciana de 106 años, que había nacido esclava. Pero uno de
los alfabetizadores más jóvenes fue Hernán Bosch Carralero, un tunero que
estaba por cumplir 11 primaveras. Aquel niño de cuarto grado es hoy un
periodista jubilado de 65 años, que accede a conversar con JR.
-Hernán, háblame de tus orígenes y de
tu núcleo familiar.
-Provengo de un hogar humilde de
Puerto Padre. Mamá era ama de casa y papá estibador. Al triunfar la Revolución,
a él lo hicieron capitán y lo pusieron al frente del vivac de la ciudad. Lo
veía poco, pues casi todo el tiempo permanecía en su trabajo. Aún me parece
verlo de pie, leyendo periódicos bajo un
bombillo. Llegaba tan cansado que si se sentaba se dormía.
En
esta foto de 1961, el niño Hernán Bosch (al centro) aparece con sus atuendos de alfabetizador. |
-¿Qué recuerdas de tus primeros años
escolares?
-Inicialmente estudié en mi ciudad
natal con una maestra privada, de aquellas que impartían clases en sus casas.
Al comenzar el tercer grado mi familia me matriculó en una escuela pública. Yo
era un niño muy activo, aficionado a la pelota, los trompos, los papalotes, las
bolas… Pero buen estudiante, en particular en lengua española, mi asignatura
preferida.
-¿Cómo te enrolaste en la campaña de
alfabetización?
-Por embullo. A dos primos míos, que
eran mis hermanos de crianza, los aceptaron como brigadistas. Y yo di la
perreta por serlo también. Pero imagínate, ¡apenas levantaba del suelo! Me
faltaban dos meses para cumplir 11 años. Cuando fui a pedirle autorización a mi
mamá, puso el grito en el cielo. Me dijo rotundamente que no. «¿Usted no se ve
muy vejigo para andar en esas cosas?», me objetó. Y le puso punto final al
asunto.
-¿Y de qué manera conseguiste que te
dieran permiso?
-Busqué ayuda en papá, quien, a pesar
de la negativa materna, me apoyó. Cuando
llegamos a la oficina de inscripción, la mujer a cargo del papeleo me miró de
arriba abajo, dudosa. «¿Y él qué edad tiene?», preguntó. El viejo se apuró en
responder: «Aunque usted lo vea así, rebijío, tiene 12 años –mintió-. Pero para
enseñar sirve. Le aseguro que sabe leer de corrido y es muy bueno en las
letras». La mujer jugueteó con su lápiz sobre la mesa. Finalmente, y creo que
por respeto a papá, me inscribió.
-Cuéntame ahora cuáles fueron los
próximos pasos que diste…
-Enseguida me preparé para viajar a
Varadero, donde mi grupo de brigadistas tenía una concentración. Fuimos en
guaguas. Entre quienes nos recibieron estaba el padre de Conrado Benítez.
Cuando me vio, dijo que yo era muy pequeño para alfabetizar y pidió que me
regresaran a mi lugar de origen en el ómnibus que nos había traído. Entonces el
responsable del grupo lo llamó aparte, conversó con él y lo persuadió para que
me quedara.
-¿Alguna anécdota de aquella
concentración en Varadero?
-Sí, claro. Recuerdo que cierta
mañana un brigadista me propinó un par de nalgadas por una travesura que hice y
cuyos detalles he olvidado. Por suerte, un tío mío que estaba cerca salió en mi
defensa. La más simpática tiene que ver con la playa. Niño al fin, y, por si
fuera poco, natural de una ciudad situada junto al mar, me encantaban los
chapuzones. Pero, como en mi equipaje no incluí una trusa, tuve que bañarme en
calzoncillos atléticos. Nadie lo echó a ver, porque, ¿quién va a tildar de
exhibicionista a un chiquitín a punto de cumplir 11 años?
-¿Cómo eran las jornadas de los
brigadistas en Varadero?
-Intensas. Al otro día de llegar
comenzó la preparación. La recibíamos en cualquier espacio abierto, pues las
aulas no eran suficientes para acoger a tantos brigadistas. Los contenidos
consistían en la enseñanza de métodos para que aprendiéramos a alfabetizar.
También teníamos instructores que nos adiestraban en la manipulación las
lámparas chinas y a en el uso del manual y la cartilla que nos entregaron. Al
concluir las actividades programadas, Armando Hart, entonces Ministro de
Educación de Cuba, nos dirigió la palabra en el anfiteatro de Varadero.
-¿Qué ocurrió cuando regresaste a
Puerto Padre?
-Bueno, una de las primeras cosas que
hice fue encargarle a mi mamá el arreglo de los uniformes de brigadista, pues
ninguno se ajustaba a mi talla. Las botas tampoco me servían, a pesar de que
eran las más pequeñas que hallé. Después hubo una reunión para asignaron los
lugares donde alfabetizaríamos. Me tocó uno llamado La Bomba, a tres kilómetros
de Puerto Padre. Fui y comencé a enseñar a cinco campesinos, quienes, por sus
edades, podían ser mis abuelos. Daba mis clases por la noche, en una especie de
círculo social, alumbrado por mi lámpara. Dormía en la casa de uno de mis
alumnos. Allí estuve alrededor de un mes.
-¿Cómo transcurrieron aquellos días
fuera de tu ambiente?
-Primero déjame decirte que yo, en
aquella época, era asmático. Y como el techo de guano del bohío de mis
anfitriones me ponía mal, trataba de permanecer afuera todo el tiempo posible.
Una mañana estaba yo en short y con un tirapiedras en un platanal. En eso
escuché la voz de la vieja de la casa. «¡Hernancito, ven, que aquí te buscan!»,
gritaba. Fui a la carrera y me topé con un jeep. Y, sentados en sendos
taburetes, a dos miembros de la dirección de la brigada. Me saludaron y me
dijeron: «Recoge, que te vas con nosotros. Tenemos otra tarea para ti». Así que
me despedí de mis estudiantes y, algo preocupado, los seguí.
-¿Y a qué motivos se debió tan rápido
traslado?
-Habían realizado un reconteo de las
personas por alfabetizar. Resultó que en la periferia de Puerto Padre quedaban
decenas. Se decidió que los brigadistas más jóvenes nos encargáramos de ellas,
con el incentivo de poder regresar por las noches a nuestros hogares. Me hice
cargo de una adulta y dos muchachas. A las tres las enseñé a leer y a escribir.
En el acto de fin de campaña, celebrado en el anfiteatro municipal, les
entregué sus respectivos certificados. Aquel día, en virtud de mi corta edad,
me congratularon en público y me pusieron de ejemplo.
-La Campaña culminó con un multitudinario
acto en La Habana…
-Fue el 22 de diciembre de 1961, en
la Plaza de la Revolución. El viaje hasta la capital duró muchas horas. Lo
hicimos en un tren que partió de Guantánamo y fue recogiendo brigadistas por
las ciudades donde hacía escala. Íbamos a bordo de vagones de caña cubiertos
con pencas de guano. La gente nos saludaba al pasar por los pueblos. La comida
la repartían en cajitas y dormíamos en hamacas amarradas en los barrotes. Como
yo no llevé la mía, tuve que acomodarme en la de uno de ms primos.
-¿Qué detalles recuerdas de aquella
concentración masiva?
-Tengo entendido que asistió casi un
millón de personas, entre ellas los miembros de la Brigada Conrado Benítez.
Enarbolábamos grandes lápices como símbolo de lo realizado. Aquel día, Fidel proclamó
a Cuba territorio libre de analfabetismo. Dijo: “Ningún momento más solemne y
emocionante, ningún instante de legítimo orgullo y de gloria, como este en que
cuatro siglos y medio de ignorancia han sido derrumbados”. Nunca olvido que comenzó a lloviznar. El pecho se me apretó un
poco, pero me negué a cobijarme y perderme el momento. A mi lado oía decir:
«Miren, allí están Fidel y el Che». Me paraba en las puntas de los pies, pero,
por mi baja estatura, no podía distinguirlos. Un hombre a mi lado se percató de
mi situación. Me alzó en peso y me sentó a horcajadas sobre sus hombros. Así
pude divisar a dos de las figuras más importantes de la historia de Cuba.
-¿Qué hiciste después que
desmovilizaron la brigada?
-Terminar la primaria y secundaria en
escuelas de mi pueblo. Por mis resultados docentes gané la única beca que llegó
a Puerto Padre para estudiar el bachillerato en el Instituto Preuniversitario Raúl Cepero
Bonilla, en La Habana. Pero pensé que en ese centro no me iba a sentir del todo
bien, pues el resto de mis compañeros había matriculado en la escuela Carlos
Marx, también en la capital. De manera que propuse un cambio y me fui junto a
ellos. Culminé aquella etapa satisfactoriamente.
-¿Y cuándo comenzó tu aventura en el
campo del periodismo?
-Cuando retorné a Puerto Padre con el
bachillerato vencido. Me avisaron de una prueba de ingreso para estudiar esa
carrera en la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba. Me presenté y la
aprobé. En 1974 me gradué de Licenciado en Periodismo. Por esa época figuré
entre los fundadores de la Agencia de Información Nacional en la antigua
provincia de Oriente. En 1977 vine para Las Tunas, donde, además de laborar en
la agencia, ocupé cargos de dirección en el periódico provincial.
-¿Te hubiera gustado ejercer alguna
otra profesión?
-Me hubiera encantado ser maestro. Al
parecer, la campaña de alfabetización dejó sembrado en mi personalidad el gusto
por la docencia. Aun así, me siento
compensado, porque el periodismo y el magisterio tienen vasos comunicantes. De
manera que yo no he dejado de enseñar. Pero esa sería otra historia.
Por JUAN MORALES AGÜERO/ fotos: CORTESÍA DEL ENTREVISTADO