Un absurdo accidente de tránsito le cercenó la vida a un
auténtico personaje de la capital tunera. En efecto, a pesar del esfuerzo de
los médicos que lo atendieron después de ser atropellado por un motociclista,
falleció y fue sepultado en el camposanto municipal Alberto Álvarez Jaramillo,
el popular Comandante, quien durante más de medio siglo recorrió nuestras
calles como uno de sus símbolos más representativos.
Resultó una pésima noticia
para la gente que tanto lo quiso y respetó. Múltiples ofrendas florales fueran
depositadas junto a su féretro que, para honra de su criollísima cubanía, fue
cubierto por la bandera nacional. Tenía 78 años de edad este hombre taciturno y
cavilador, autor involuntario de una página costumbrista del imaginario
callejero. En lo adelante, la ciudad sentirá su ausencia. Les propongo leer
esta crónica que hace algunos años escribí sobre él. Deviene ahora mi homenaje
a un ícono que, por propio derecho, ya pertenece a la posteridad. Atención,
escritores y artistas locales: ahí tienen un buen tema de inspiración para
perpetuar su memoria.
EL CABALLERO DE... LAS TUNAS
Cuando la ciudad se despereza entre las brumas del amanecer,
Alberto Álvarez Jaramillo ─popularmente conocido por El Comandante─ se asoma a
la calle a reencontrarse con lo cotidiano. Gasta pantalón y camisa verde
olivos, charreteras militares y boina carmesí. Deambula sin destino fijo,
inmerso en sus fantasías, igual dirigiéndose a un auditorio imaginario que
adoptando sofisticada pose de tribuno. Sí, El Comandante es un remedo de
Quijote provinciano, una suerte de Caballero de París fantasioso y tranquilo.
Su edad es imposible de establecer, pues parece como
detenido en el tiempo. Tampoco se puede calcular la cantidad y naturaleza de
los objetos que almacena con hermético celo en los bolsillos a guisa de
patrimonio, y que van desde «documentos secretos» hasta pedazos de madera,
trocitos de cuerdas, recortes de periódicos, sorullos de cartón y mochos de
lápices recogidos en plena vía pública o regalos de transeúntes piadosos.
Presume de su «alta jerarquía» militar y no admite
ambigüedades con respecto los galones que alguien con alma samaritana le colocó
sobre los hombros. Si no se le quiere enojar, que nadie lo trate de capitán o
de teniente: ¡Co-man-dan-te! Y cuando escuchen su silbato pulverizar el
silencio del mediodía, presten atención, porque será el preludio de una de sus
parrafadas, llenas de chiflada sabiduría.
Un familiar de El Comandante me contó que nuestro hombre fue
en sus buenos tiempos un joven dispuesto, trabajador, hacendoso y amigo de
hacer el bien. Pero un medicamento mal administrado y peor asimilado le
perturbó las entendederas. Desde entonces cada mañana recorre las calles del
centro citadino vestido de militar, reminiscencia tal vez de su breve tránsito
por la vida de uniforme.
Sin embargo, y a pesar de su discapacidad mental, El
Comandante es capaz de mantener con el interlocutor que lo respete una
conversación coherente y fluida. Lo he observado en el parque Vicente García
disertar sobre temas del pasado o de la actualidad, ante el asombro de sus
contertulios. Y si de dignidad se trata, él la tiene por arrobas. Nunca pide
limosnas ni pernocta fuera de casa. Tampoco acepta chucherías ni refrigerios de
desconocidos en su itinerario.
La ciudadanía lo acepta como a uno más de los suyos. Aunque
si alguien osara tomarle el pelo, él lo enfrentaría y lo pondría en su lugar.
El Comandante puede montar en cólera ante las burlas de los guasones, y ¡ay si
alguno se le aproxima! Más de uno ha tenido que sufrir en su anatomía el precio
del agravio por vía de un puñetazo.
Alberto Álvarez Jaramillo, El Comandante, tal vez ignore que
él es un auténtico personaje de las calles tuneras. Un símbolo legítimo que
improvisa pies forzados, respeta a los niños, detesta a los delincuentes,
ofrece los buenos días, socorre a los ancianos, viste de limpio, saluda la
bandera y ama a su tierra. ¿Se le puede pedir mayor cordura a un hombre?
Por Juan Morales Agüero