lunes, 24 de abril de 2017



El 23 de abril de 1616 está registrado en los anales de la cultura universal como una jornada azarosamente trágica. Ese día -¡vaya con las coincidencias!-, murieron en distintos lugares y horarios del planeta tres íconos de la literatura: el inglés William Shakespeare, el español Miguel de Cervantes y el Inca Garcilaso de la Vega.

Como ofrenda póstuma a esos grandes hombres de letras, en 1995 la Conferencia General de la UNESCO eligió al 23 de abril como Día Internacional del Libro, «considerando que ha sido, históricamente, el elemento más poderoso de concentración y divulgación del conocimiento humano y el medio más eficaz para conservarlo.»
Los hispanohablantes –perpetuos inconformes- le subimos la parada a la conmemoración, y adoptamos también el 23 de abril para celebrar el Día Mundial del Idioma Español. Porque, ¿acaso no engrandeció sobremanera la perspectiva de nuestra lengua esa obra maestra de Cervantes que es El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha. La famosa novela de caballería constituye en sí misma todo un reservorio idiomático capaz de complacer los gustos más exigentes.
Sobre el origen de nuestro idioma concurren varias teoría. La más aceptada afirma que desciende de un proceso de depuración por el cual diversos dialectos se fueron modificando al influjo del latín y de los invasores romanos, godos y árabes. Se dice que hasta el griego contribuyó al «diseño» del luego llamado castellano, pues le aportó a su repertorio voces tales como huérfano, escuela y democracia.
Ya a fines del siglo XV el castellano se había impuesto en España lo suficiente como para atravesar en carabelas el Atlántico junto a Cristóbal Colón en busca del Nuevo Mundo. Fue precisamente en 1492, fecha de la llegada del Gran Almirante a América, cuando Antonio de Lebrija publicó la primera gramática castellana. El suceso editorial impulsó extraordinariamente el desarrollo de esta lengua que hoy retoza en los labios de casi 500 millones de personas. 
Fue en América donde nuestro exuberante idioma encontró la horma de su zapato. Tan pronto echó pie a tierra con la espada y con la cruz a cuestas, enfrentó el  promiscuo asedio de lenguas nativas tales como el taíno, el aymará, el maya, el quechua y el guaraní. Tal diversidad originó, según los expertos, que este continente se convirtiera luego en el de mayor fragmentación lingüística del planeta, con más de 120 familias de lenguas diferentes y cientos de dialectos en su haber.
Así, en el siglo XVI los americanismos comenzaron a desembarcar en España en los viajes de regreso y a irrumpir en su mapa léxico con nuevas palabras olorosas a selva y a monte: cóndor, maíz, cacique, colibrí, chocolate, tomate, cacao, aguacate... Muchos años después, en 1713, se fundó en Madrid la Real Academia Española de la Lengua. Por cierto, la primera voz aborigen que esta institución aceptó en su selecto diccionario fue huracán. Sí, la conquista resultó traumática para los conquistados. Pero en el orden lingüístico nos dejó el saldo de la palabra, ese tesoro al que tanto le debe nuestra cultura.   
«Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra –diría de los conquistadores siglos más tarde el gran poeta chileno y Premio Nobel de Literatura Pablo Neruda en su antológico libro Confieso que he vivido-.Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes. Salimos perdiendo. Salimos ganando. Se llevaron el oro y nos dejaron el oro. Se lo llevaron todo y nos dejaron todo. Nos dejaron las palabras.»
Actualmente el español es la lengua oficial de 22 países y la cuarta más hablada del mundo, después del chino, el inglés y el hindi. En pleno siglo XXI se le encuentra en cualquier lugar del globo. Tanto ha crecido que es ya el segundo idioma en EE.UU., donde viven 38,6 millones de hispanos -el 13 por ciento de su población-, y su crecimiento se incrementará hasta los 155 millones para el año 2050. Esto significa que para dicha fecha, uno de cada tres norteamericanos procederá de una nación donde se hable el idioma de Cervantes.
Y ahí les va una curiosidad: Cuando está por llegar el 23 de abril, un sitio en Internet llamado Escuela de Escritores encuesta a cibernautas de todo el mundo en torno a la siguiente pregunta: ¿Cuál es la palabra más bella del idioma español? Solo establece un requisito: en las respuestas no se aceptan nombres propios ni palabras que no estén reconocidas por el Diccionario de la Real Academia de la Lengua.
El año pasado el portal recibió respuestas de más de 41 mil personas de alrededor de 50 países de los cinco continentes, quienes votaron por 7100 términos diferentes. ¿Y saben qué palabra se llevó los máximos honores? Pues amor, con 3364 votos,  seguida de libertad, paz, vida, azahar, esperanza, madre, mamá, amistad, libélula, amanecer, alegría, felicidad, armonía, albahaca, susurro, sonrisa, agua, azul, luz, mar, solidaridad, pasión, mandarina y abrazo.
Según los organizadores de tan singular concurso, todo parece indicar que los concursantes votaron por aquellas palabras españolas cuyas fonéticas las hacen agradables al oído, pero que, sobre todo, llevan intrínsecos nociones y conceptos fundamentales en las expectativas de los seres humanos. Basta repasar las 25 premiadas para confirmar que, en efecto, suenen bien... ¡y se les interpreta mejor!
«Todos creemos, junto con Jorge Luis Borges, que en la palabra Nilo fluye el Nilo, y por lo mismo pensamos que en la palabra amor viven todos y cada uno de los amores pasados, presentes o futuros. Si perdiéramos la palabra amor, perderíamos la posibilidad de sentirlo. Y lo mismo sucede con las otras tres que le siguen: libertad, vida y paz. No debe parecernos falta de imaginación que la gente las haya preferido a otras: las tres expresan realidades esenciales, son 'el nombre exacto de las cosas', la cosa misma», opina en el diario El País Andrés Trapiello, autor del libro El arca de las palabras .
En fin, el 23 de abril es el Día Mundial del Idioma Español, esa lengua que tanta gloria le ha dado a nuestra cultura. Sus hablantes debemos de estar atentos para vigilar por la integridad de los patrones que le dan vida, cultivarlo con el buen gusto y salvarlo a ultranza de quienes intentan contaminar su uso cotidiano con la chabacanería.
En el mundo de hoy –según los estudiosos- se hablan aproximadamente siete mil idiomas y dialectos. A los hispanohablantes nos corresponde velar por el nuestro, para entregárselo entero y vital a nuestros sucesores. Miguel de Unamuno lo dijo con elegancia y tino: “La sangre de mi espíritu es mi lengua y mi patria es allí donde resuene soberano su verbo, que no amengua su voz por mucho que ambos mundos llene”. 

Por Juan Morales Agüero


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