Mi amigo y colega Ricardo Ronquillo Bello acaba de ser electo presidente de la Unión de Periodistas de Cuba. Fuimos compañeros de grupo durante cinco años en la Universidad de Oriente. Formamos parte de un piquete de chivadores como creo no ha existido otro en aquella casa de estudios. En nuestros cubículos, la broma y el «chucho» (por entonces esta palabra no se usaba con el significado que se le da hoy) eran algo común. Desafiábamos los aprietos de entonces con una alegría que aún me asombra. En aquellos años difíciles del naciente Período Especial, aprendí a quererlo y también a envidiarlo (alguien dijo que envidiar es admirar con rabia). A quererlo, por la generosidad y la nobleza que parecen saturar su ADN, a todas luces irrepetible. Y a envidiarlo, porque las muchachas más bonitas de la facultad quedaban prendadas de él a primera vista, no solo por su irresistible personalidad, sino por la forma en que las trataba, al mejor estilo decimonónico, con poemas y flores incluidos.
Jamás lo vi salirse de sus casillas ni responderle mal a un
compañero. Nunca pronunció una palabra que rompiera la monolítica unidad de
aquel colectivo inolvidable. Juntos consumimos cantidades industriales de ron
barato en el balcón de nuestra área, hablando de literatura, de política, de
economía, de historia y, por supuesto, de periodismo. En fecha tan temprana, ya
las neuronas del Ronco habían esbozado tímidamente (¡no, tímidamente no! ) su
primer proyecto de lo que debía ser la prensa en un país como el nuestro, algo
que los años le ayudarían a pulir y a poner en práctica en el contexto
profesional donde ha hecho época.
Polemizamos en más de una oportunidad. Solo que mientras yo
me exaltaba en defensa de mi posición, él defendía la suya con tan
imperturbable flema que terminaba por alterarme más. En el grupo éramos los únicos fanáticos a
leer periódicos. Nos los compartíamos, los comentábamos y, luego los remitíamos
al indecoroso destino reservado para todos los de su estirpe. En los seminarios, sus respuestas eran siempre
las más completas y coherentes. Los profesores lo felicitaban, y él se limitaba
a sonreír a hurtadillas, como avergonzado por el elogio.
En el grupo sus opiniones siempre eran tenidas en cuenta y
casi siempre las adoptábamos como propias. Digo casi porque alguna que otra no
logró polarizar simpatías, como aquella afición suya por el cantante Alfredito
Rodríguez. El Ronco fue el único del grupo que asistió a un concierto suyo en
un espacio santiaguero, de donde regresó tarareando una de sus
canciones, cuyo estribillo decía más o menos «pegaditos, que es lo
nuestro, pegaditos, cuerpo a cuerpo...»
A pesar de integrar la cúpula de la UJC en sus más altos niveles,
siempre prefirió tener un perfil bajo, aunque sin dejar de atender sus
deberes.
Cierro los ojos y puedo verlo en retrospectiva, con aquel
pitusa cañero que alguna vez fue azul y que la profesora Carmen Bonne le
arregló para que pudiera ponérselo junto a un pulóver de rayas horizontales
negras y blancas, similar al que utilizan los reclusos en las películas
carcelarias o a los que visten los marineros debajo de sus chaquetas de gala.
Otro rasgo suyo que no olvido era su capacidad estomacal para asimilar
medallones, aquel adefesio «alimenticio» que el comedor de la beca ofertó
durante meses y meses como único «plato fuerte». El Ronco se las arreglaba para
conseguir algunos más del que le correspondía con aquellas inconmovibles tías
que lo adoraban.
Yanira fue su conquista más importartante. La humilde
estudiante de Farmacia, de ojos bonitos, carácter adorable y sempiterna
sonrisa, consiguió lo que le fue negado a sus rivales: su amor. Todavía andan
unidos por la vida, ajenos a todo lo que no sea quererse a su manera. En el
grupo siempre pensamos que Dios, o la vida, o la Provindencia, o vaya usted a
saber quién, los hizo la una para el otro. Flemáticos, imperturbables,
amistosos, buenos anfitriones, reservados, solidarios...
¿Qué defectos señalarle a este cincuentón a quien nunca
-¡nunca!- escuché decir ni un sola mala
palabra (coño, compadre, tampoco hay que exagerar), ni siquiera la noche en que
tropezó con una banqueta cuando un jodedor gritó que se estaba sintiendo un
terremoto. El Ronco se tiró de la litera, echó a correr y por poco se parte la crisma en medio de la
oscuridad. A Ronquillo solo le reprocho su pésima costumbre de no devolver los
libros prestados. Todavía mi biblioteca
personal aguarda por el retorno de uno de sus más ilustres inquilinos, que
emprendió un viaje hacia lo desconocido en el equipaje de una de los seres más
despistados que espero conocer en esta vida.
Cuando se graduó levantó campamento en el periódico
guantanamero Venceremos, del que llegó a ser subdirector. Juventud Rebelde lo
captó como corresponsal en esa provincia y luego lo llamó a la redacción
central para que atendiera el equipo de corresponsales. Trabajó tan bien que en
poco tiempo transitó por la jefatura de Información Nacional y por la
subdirección editorial, cargo que mantuvo hasta hoy. Nunca fue un directivo de
buró, pues sus artículos sobre la realidad cubana aparecen ren la edición
dominical del diario, amén de sus comparecencias en la Mesa Redonda y en cuanto
evento gremial se le invite.
La UPEC se ha sacado el premio gordo con la elección de este
camagüeyano-guantanamero-habanero para presidir la organización. Los resultados
de su trabajo se harán patentes pronto.
Por Juan Morales Agüero