sábado, 14 de julio de 2018


Mi amigo y colega Ricardo Ronquillo Bello acaba de ser electo presidente de la Unión de Periodistas de Cuba. Fuimos compañeros de grupo durante cinco años en la Universidad de Oriente. Formamos parte de un piquete de chivadores como creo no ha existido otro en aquella casa de estudios.   En nuestros cubículos, la broma y el «chucho» (por entonces esta palabra no se usaba con el significado que se le da hoy) eran algo común. Desafiábamos los aprietos de entonces con una alegría que aún me asombra. En aquellos años difíciles del naciente Período Especial, aprendí a quererlo y también a envidiarlo (alguien dijo que envidiar es admirar con rabia).  A quererlo, por la generosidad y la nobleza que parecen saturar su ADN, a todas luces irrepetible. Y a envidiarlo, porque las muchachas más bonitas de la facultad quedaban prendadas de él a primera vista, no solo por su irresistible personalidad, sino por la forma en que las trataba, al mejor estilo decimonónico, con poemas y flores incluidos.
Jamás lo vi salirse de sus casillas ni responderle mal a un compañero. Nunca pronunció una palabra que rompiera la monolítica unidad de aquel colectivo inolvidable. Juntos consumimos cantidades industriales de ron barato en el balcón de nuestra área, hablando de literatura, de política, de economía, de historia y, por supuesto, de periodismo. En fecha tan temprana, ya las neuronas del Ronco habían esbozado tímidamente (¡no, tímidamente no! ) su primer proyecto de lo que debía ser la prensa en un país como el nuestro, algo que los años le ayudarían a pulir y a poner en práctica en el contexto profesional donde ha hecho época.  
Polemizamos en más de una oportunidad. Solo que mientras yo me exaltaba en defensa de mi posición, él defendía la suya con tan imperturbable flema que terminaba por alterarme más.  En el grupo éramos los únicos fanáticos a leer periódicos. Nos los compartíamos, los comentábamos y, luego los remitíamos al indecoroso destino reservado para todos los de su estirpe.   En los seminarios, sus respuestas eran siempre las más completas y coherentes. Los profesores lo felicitaban, y él se limitaba a sonreír a hurtadillas, como avergonzado por el elogio. 
En el grupo sus opiniones siempre eran tenidas en cuenta y casi siempre las adoptábamos como propias. Digo casi porque alguna que otra no logró polarizar simpatías, como aquella afición suya por el cantante Alfredito Rodríguez. El Ronco fue el único del grupo que asistió a un concierto suyo en un espacio santiaguero, de donde regresó tarareando  una de sus  canciones, cuyo estribillo decía más o menos «pegaditos, que es lo nuestro, pegaditos, cuerpo a cuerpo...»  A pesar de integrar la cúpula de la UJC en sus más altos niveles, siempre prefirió tener un perfil bajo, aunque sin dejar de atender sus deberes. 
Cierro los ojos y puedo verlo en retrospectiva, con aquel pitusa cañero que alguna vez fue azul y que la profesora Carmen Bonne le arregló para que pudiera ponérselo junto a un pulóver de rayas horizontales negras y blancas, similar al que utilizan los reclusos en las películas carcelarias o a los que visten los marineros debajo de sus chaquetas de gala. Otro rasgo suyo que no olvido era su capacidad estomacal para asimilar medallones, aquel adefesio «alimenticio» que el comedor de la beca ofertó durante meses y meses como único «plato fuerte». El Ronco se las arreglaba para conseguir algunos más del que le correspondía con aquellas inconmovibles tías que  lo adoraban.
Yanira fue su conquista más importartante. La humilde estudiante de Farmacia, de ojos bonitos, carácter adorable y sempiterna sonrisa, consiguió lo que le fue negado a sus rivales: su amor. Todavía andan unidos por la vida, ajenos a todo lo que no sea quererse a su manera. En el grupo siempre pensamos que Dios, o la vida, o la Provindencia, o vaya usted a saber quién, los hizo la una para el otro. Flemáticos, imperturbables, amistosos, buenos anfitriones, reservados, solidarios... 
¿Qué defectos señalarle a este cincuentón a quien nunca -¡nunca!-  escuché decir ni un sola mala palabra (coño, compadre, tampoco hay que exagerar), ni siquiera la noche en que tropezó con una banqueta cuando un jodedor gritó que se estaba sintiendo un terremoto. El Ronco se tiró de la litera, echó a correr y  por poco se parte la crisma en medio de la oscuridad. A Ronquillo solo le reprocho su pésima costumbre de no devolver los libros prestados.  Todavía mi biblioteca personal aguarda por el retorno de uno de sus más ilustres inquilinos, que emprendió un viaje hacia lo desconocido en el equipaje de una de los seres más despistados que espero conocer en esta vida.
Cuando se graduó levantó campamento en el periódico guantanamero Venceremos, del que llegó a ser subdirector. Juventud Rebelde lo captó como corresponsal en esa provincia y luego lo llamó a la redacción central para que atendiera el equipo de corresponsales. Trabajó tan bien que en poco tiempo transitó por la jefatura de Información Nacional y por la subdirección editorial, cargo que mantuvo hasta hoy. Nunca fue un directivo de buró, pues sus artículos sobre la realidad cubana aparecen ren la edición dominical del diario, amén de sus comparecencias en la Mesa Redonda y en cuanto evento gremial se le invite. 
La UPEC se ha sacado el premio gordo con la elección de este camagüeyano-guantanamero-habanero para presidir la organización. Los resultados de su trabajo se harán patentes pronto. 
Por Juan Morales Agüero

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