Cuando el oficial español que presidía el Consejo de Guerra
se lo pidió, el hombre se puso de pie. Entonces, con la dignidad brillándole en
las pupilas, pronunció con firmeza estas
palabras que ya forman parte de la
historia.
“Señores del tribunal, mi obligación como ciudadano español,
mi sagrado deber como defensor, mi honor como caballero y mi pundonor como
militar, es proteger y amparar a los inocentes, y lo son mis 45 defendidos.”
Este valeroso acto realzó al capitán español Federico
Capdevila, quien defendió a los estudiantes de Medicina injustamente acusados
en 1871 por el Cuerpo de Voluntarios de La Habana de profanar la tumba de un
periodista ibérico.
Todo comenzó la mañana en que faltó a clases el profesor de
Anatomía. Cinco estudiantes decidieron aguardar por él en el cercano cementerio
de Espada. Allí, entre risas y bromas, pasearon entre las tumbas. Fue
suficiente para que los voluntarios los acusaran de haber mancillado la tumba
del periodista español Gonzalo Castañón, muerto años en Cayo Hueso en un duelo
contra a un patriota cubano. Los jóvenes fueron arrestados. Sus captores, por
su parte, organizaron a toda prisa un
insólito Consejo de Guerra que los
juzgara.
Confiados en que estaría de su parte en la componenda contra
los jóvenes cubanos, las autoridades españolas designaron al capitán Federico
Capdevila como su defensor de oficio en aquel tribunal de la ignominia.
Pero los acusadores no tuvieron en cuenta la entereza moral
de aquel hombre de honor, totalmente convencido de la inocencia de sus
defendidos. Llegado el momento de las definiciones, se negó a respaldar con su
firma la sentencia. Su actitud le provocó amenazas por parte de los voluntarios
sedientos de sangre.
Las primeras sentencias dictadas no dejaron complacida a la
turba. Entonces convocaron de inmediato a un segundo Consejo de Guerra, cuyo
horrible veredicto sí resultó del agrado de los asesinos.
Ocho muchachos fueron sentenciados a morir por fusilamiento:
los cinco que visitaron el cementerio más tres seleccionados en sorteo. Otros
31 recibieron condenas de entre cuatro y seis años de cárcel, y cuatro a seis
meses. A pesar del empeño que puso Capdevila en su noble propósito, los ocho
inocentes fueron pasados por las armas el 27 de noviembre de 1871.
Los muchachos enfrentaron la muerte con valor. “España, en
aquella vergüenza –diría José Martí-, no tuvo más que un hombre de honor: el
generoso Capdevila, que donde haya españoles verdaderos, tendrá asiento mayor”.
En gratitud a su bravo gesto, el 27 de noviembre de 1904 los
restos mortales de Federico Capdevila fueron trasladados por las autoridades
cubanas desde el cementerio santiaguero de Santa Ifigenia al mausoleo erigido
en la necrópolis de Colón a la memoria de aquellas ocho víctimas inocentes.
Uno de los personajes que alentó el furor de los
voluntarios, confesó luego que durante los sucesos nadie se ocupó de averiguar
la veracidad de los hechos.
Años más tarde, un hijo de Gonzalo Castañón reconoció el sepulcro
de su padre y declaró que no tenía señal de haber sido abierto, como aseguró en
su defensa el capitán Federico Capdevila. Fermín Valdés Domínguez, uno de los
acusados, probó también que no hubo profanación. Entretanto, el movimiento
estudiantil cubano adoptó a los 8 mártires como uno de sus símbolos.
En la ciudad de Las Tunas, el recuerdo de Federico Capdevila
está eternizado en el busto que se le erigió en un ángulo del parque Vicente García, a un costado de la iglesia católica, cortesía
de la firma comercial Bacardí-Hatuey. .
Según consta en los archivos del siempre recordado doctor
Pedro Osmundo Verdecie Pérez, la céntrica escultura fue develada oficialmente
el 27 de noviembre de 1956 a instancias de los masones locales, quienes
organizaron para la oportunidad un acto solemne con gran asistencia de
invitados y público. El doctor Verdecie tuvo a su cargo el discurso principal.
En sus palabras resaltó los valores morales del capitán Federico Capdevila, que
lo llevaron a sobreponer su sentido de la justicia por encima del fuero militar
que representaba como oficial del ejército español.
El busto de Capdevila fue fundido en bronce en Santiago de
Cuba. Mide 35 pulgadas de alto por 27 de ancho Está montado sobre un pedestal
de mármol gris, obra del orfebre Nicasio Mensa. El conjunto tiene dos metros y
medio de alto desde la base hasta la parte superior. Consta de una placa de bronce con una inscripción
alegórica, donada por una firma comercial de la ciudad.
Son muchos los tuneros que se detienen para observar esta
obra de ribetes artísticos e históricos, emblema de los sentimientos de
justicia que priman en los hombres buenos. Capdevila prefirió quebrar su espada
antes de faltarles a esos principios. Los cubanos no olvidaremos jamás una
actitud tan valerosa.
Poco antes de morir, Capdevila recibió una carta de un grupo
de cubanos. En ella le hablaban de la
deuda de gratitud que Cuba tenía con él por su valiente defensa de los
estudiantes de Medicina fusilados en
1871.
En aquella carta nuestros compatriotas le solicitaron su
consentimiento para obsequiarle una espada repujada en oro. Federico Capdevila
no la aceptó y les contestó a los remitentes: "Cuando tuvieron lugar los
tristes sucesos, mi proceder no fue otro que el que corresponde a mis
principios y sentimientos, y el que debe tener toda persona que en algo aprecia
su dignidad".
Fue entonces cuando sugirió que el valor de la espada se
empleara en erigir un monumento a las víctimas del horrendo crimen cometido por
los españoles.
La escultura a Federico Capdevila en el principal parque de
la ciudad testimonia cuánto valoramos los tuneros aquella noble acción suya en
defensa de un grupo de muchachos a quienes la historia exoneró de culpas
porque, sencillamente, eran inocentes.
Por Juan Morales Agüero