lunes, 26 de noviembre de 2018


Cuando el oficial español que presidía el Consejo de Guerra se lo pidió, el hombre se puso de pie. Entonces, con la dignidad brillándole en las pupilas, pronunció con  firmeza estas palabras que ya forman parte de la  historia. 

“Señores del tribunal, mi obligación como ciudadano español, mi sagrado deber como defensor, mi honor como caballero y mi pundonor como militar, es proteger y amparar a los inocentes, y lo son mis 45 defendidos.”
Este valeroso acto realzó al capitán español Federico Capdevila, quien defendió a los estudiantes de Medicina injustamente acusados en 1871 por el Cuerpo de Voluntarios de La Habana de profanar la tumba de un periodista ibérico.
Todo comenzó la mañana en que faltó a clases el profesor de Anatomía. Cinco estudiantes decidieron aguardar por él en el cercano cementerio de Espada. Allí, entre risas y bromas, pasearon entre las tumbas. Fue suficiente para que los voluntarios los acusaran de haber mancillado la tumba del periodista español Gonzalo Castañón, muerto años en Cayo Hueso en un duelo contra a un patriota cubano. Los jóvenes fueron arrestados. Sus captores, por su parte, organizaron a toda prisa  un insólito  Consejo de Guerra que los juzgara.
Confiados en que estaría de su parte en la componenda contra los jóvenes cubanos, las autoridades españolas designaron al capitán Federico Capdevila como su defensor de oficio en aquel tribunal de la ignominia.
Pero los acusadores no tuvieron en cuenta la entereza moral de aquel hombre de honor, totalmente convencido de la inocencia de sus defendidos. Llegado el momento de las definiciones, se negó a respaldar con su firma la sentencia. Su actitud le provocó amenazas por parte de los voluntarios sedientos de sangre.
Las primeras sentencias dictadas no dejaron complacida a la turba. Entonces convocaron de inmediato a un segundo Consejo de Guerra, cuyo horrible veredicto sí resultó del agrado de los asesinos. 
Ocho muchachos fueron sentenciados a morir por fusilamiento: los cinco que visitaron el cementerio más tres seleccionados en sorteo. Otros 31 recibieron condenas de entre cuatro y seis años de cárcel, y cuatro a seis meses. A pesar del empeño que puso Capdevila en su noble propósito, los ocho inocentes fueron pasados por las armas el 27 de noviembre de 1871.
Los muchachos enfrentaron la muerte con valor. “España, en aquella vergüenza –diría José Martí-, no tuvo más que un hombre de honor: el generoso Capdevila, que donde haya españoles verdaderos, tendrá asiento mayor”.
En gratitud a su bravo gesto, el 27 de noviembre de 1904 los restos mortales de Federico Capdevila fueron trasladados por las autoridades cubanas desde el cementerio santiaguero de Santa Ifigenia al mausoleo erigido en la necrópolis de Colón a la memoria de aquellas ocho víctimas inocentes.
Uno de los personajes que alentó el furor de los voluntarios, confesó luego que durante los sucesos nadie se ocupó de averiguar la veracidad de los hechos.
Años más tarde, un hijo de Gonzalo Castañón reconoció el sepulcro de su padre y declaró que no tenía señal de haber sido abierto, como aseguró en su defensa el capitán Federico Capdevila. Fermín Valdés Domínguez, uno de los acusados, probó también que no hubo profanación. Entretanto, el movimiento estudiantil cubano adoptó a los 8 mártires como uno de sus símbolos.
En la ciudad de Las Tunas, el recuerdo de Federico Capdevila está eternizado en el busto que se le erigió en un ángulo  del parque Vicente García,  a un costado de la iglesia católica, cortesía de la firma comercial Bacardí-Hatuey. .
Según consta en los archivos del siempre recordado doctor Pedro Osmundo Verdecie Pérez, la céntrica escultura fue develada oficialmente el 27 de noviembre de 1956 a instancias de los masones locales, quienes organizaron para la oportunidad un acto solemne con gran asistencia de invitados y público. El doctor Verdecie tuvo a su cargo el discurso principal. En sus palabras resaltó los valores morales del capitán Federico Capdevila, que lo llevaron a sobreponer su sentido de la justicia por encima del fuero militar que representaba como oficial del ejército español.
El busto de Capdevila fue fundido en bronce en Santiago de Cuba. Mide 35 pulgadas de alto por 27 de ancho Está montado sobre un pedestal de mármol gris, obra del orfebre Nicasio Mensa. El conjunto tiene dos metros y medio de alto desde la base hasta la parte superior. Consta  de una placa de bronce con una inscripción alegórica, donada por una firma comercial de la ciudad.
Son muchos los tuneros que se detienen para observar esta obra de ribetes artísticos e históricos, emblema de los sentimientos de justicia que priman en los hombres buenos. Capdevila prefirió quebrar su espada antes de faltarles a esos principios. Los cubanos no olvidaremos jamás una actitud tan valerosa.
Poco antes de morir, Capdevila recibió una carta de un grupo de cubanos. En ella le hablaban  de la deuda de gratitud que Cuba tenía con él por su valiente defensa de los estudiantes de Medicina  fusilados en 1871.
En aquella carta nuestros compatriotas le solicitaron su consentimiento para obsequiarle una espada repujada en oro. Federico Capdevila no la aceptó y les contestó a los remitentes: "Cuando tuvieron lugar los tristes sucesos, mi proceder no fue otro que el que corresponde a mis principios y sentimientos, y el que debe tener toda persona que en algo aprecia su dignidad".
Fue entonces cuando sugirió que el valor de la espada se empleara en erigir un monumento a las víctimas del horrendo crimen cometido por los españoles.
La escultura a Federico Capdevila en el principal parque de la ciudad testimonia cuánto valoramos los tuneros aquella noble acción suya en defensa de un grupo de muchachos a quienes la historia exoneró de culpas porque, sencillamente, eran inocentes.
Por Juan Morales Agüero 

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