Presumo de ser uno de los afortunados mortales que vino al
mundo con un libro por almohada. Tan pronto aprendí a buscarle sentido, hallé
en sus páginas mi refugio favorito.
Hoy, parte de mi tiempo transcurre aún
junto a ese leal amigo de quien dijo Settembrini, un personaje de La montaña
mágica, de Thomas Mann: «A menudo en tu vida te encontrarás con que un libro es
mejor amigo que un hombre». Puedo blasonar, además, de que mi pequeña
biblioteca es como mi biografía, porque guardo en sus estantes un libro para
cada etapa de mi vida.
Los libros son maestros insuperables. Nos enseñan a vivir, a
soñar y a engrandecer nuestro espíritu. Si no existieran, ¿cómo accederíamos a
la historia humana? ¿Cómo se transmitirían las generaciones el acervo cultural
del hombre? ¿Cómo conoceríamos su pensamiento? “La lectura —dijo nuestro
recurrente José Martí— estimula, enciende, aviva, y es como un soplo de aire
fresco sobre la hoguera resguardada, que se lleva las cenizas y deja al aire el
fuego”.
Ocurre que Las Tunas es por estos días una ofrenda literaria
abierta a la lectura, en ocasión de celebrarse en sus predios la Feria del
Libro. Millares de tuneros desfilan ante los puestos de venta, repletos de
títulos de los más disímiles autores y nacionalidades. Ya se sabe, la lectura
nos hace contemporáneos de todos los hombres y ciudadanos de todos los países.
Los niños figuran entre los favorecidos en este suceso
cultural. Papá y mamá tienen, seguramente, que ajustar la economía doméstica
para hacerle el juego a las exigencias de la grey menor, ávida por adquirir los
títulos más conocidos de la literatura infantil universal. ¡Y qué alegría
refleja sus semblantes luego de atrapar en los anaqueles tal vez el último
ejemplar en oferta!
Para los adolescentes y los adultos la propuesta no es menos
tentadora, tanto en lo clásico como en lo contemporáneo. Son muchos los que
halan por sus billeteras para regresar a casa en compañía de un volumen con
etiqueta de best seller, lo mismo en narrativa que en poesía o testimonio. Por
ahí deben de andar, tumbados tal vez en un sillón o acomodados sobre un mullido
sofá, con el cuerpo y el alma puestos en el inigualable ejercicio de leer.
Luego, consumidas sus páginas, ya se sabe, a buscar una nueva obra y a
reiniciar la aventura. Quien lee una vez ya no dejará jamás de hacerlo. Tenía
razón Bécquer: «El recuerdo que deja un libro es más importante que el libro
mismo».
Así ocurre con la obra literaria cuando es legítima:
incendia fantasías y alimenta expectativas. Poco importa el público a quien
vaya dirigida ni la edad de quien la evalúe. No en balde diversas
personalidades de la historia encontraron en los libros su principal fuente de
conocimientos. Se asegura que el gran escritor argentino Jorge Luis Borges, ya
en el ocaso de su vida, se puso a pensar en la muerte no solo para investigarla
como el último y definitivo acto, sino porque se imaginaba el paraíso como una
colosal biblioteca.
Al libro impreso le auguro larga vida. Las versiones
electrónicas no suplirán, al menos pronto, ese nexo íntimo que toma posesión
cuando suelta amarras la aventura de leer. El futuro del libro trepida y se
inflama. Porque el libro del futuro seguirá siendo —¡vaya suerte la nuestra!—
almohada y referencia para apostar por la cultura.
Por Juan Morales Agüero