martes, 20 de agosto de 2019


Una crónica que encontré Internet parece escrita para la los tiempos que corren. Se titula Érase un hombre a un celular pegado, y recrea una tertulia de amigos en un mesón, cuyo objetivo estuvo a punto de malograrse por las inoportunas y reiteradas estridencias de un teléfono móvil. En los instantes mínimos en que el instrumento permanecía callado, el dueño aprovechaba para llamar y llamar y llamar. “Pudimos ser cinco a la mesa si uno de los comensales se hubiera ahorrado traer su celular –dice el anónimo autor- . Fuimos, por tanto, seis quienes acudimos al restorán con el sano propósito de comer bien y conversar». Y al describir el sonido del aparato, asegura que «imitaba el ruido de una sirena de ambulancia o el llanto berrinchoso de un recién nacido a quien le toca la teta a las siete y ya son las nueve”.

Pero si aquella vez faltó poco para que el fastidioso convidado les arruinara la fiesta a los alegres camaradas -hasta en los postres “seguía sonando, sonando, sonando”-, a mi amigo Joan un dispositivo parecido le tronchó sus amoríos con su amada Karla. “Ella le prestaba más atención a su teléfono que a mí”, asegura con mucha seriedad. Y añade que últimamente apenas conversaban y casi ni se miraban, pues la muchacha, obsesionada, solamente tenía ojos para la pantalla táctil de su teléfono móvil.

A imagen y semejanza de Joan y de Karla, no pocas parejas han resuelto deshacer sus vínculos por causa de este dispositivo tecnológico que, en lugar de aglutinar con sus bondades, comienza a afectar la comunicación entre las personas. Incluso, amenaza con desplazar el lenguaje hablado en beneficio de las imágenes digitales, en especial de los llamados emoticones. “Hoy mucha gente prefiere enviar un icono en forma de beso que darlo”, lamenta en una crónica el diario español La Vanguardia.

Para conjurar ese peligro real, algunas instituciones actúan. Un elegante restaurante londinense realzia descuentos de hasta un 15 % en la cuenta a los comensales que dejen sus celulares a cargo del portero. Así no les quede otra que conversar entre sí y centrarse en la comida. Y en muchas salas de cine de diversos países del mundo prohíben acceder con esos objetos. Se trata de iniciativas que intentan salvar el diálogo cara a cara antes de que los ubicuos cell lo conviertan en una rara avis.

Sería ilógico negar que el teléfono móvil constituye un ingenio de comunicación capaz de dotar de agilidad a las relaciones interpersonales, con independencia de la distancia. Pero no se debe abusar de sus bondades, porque jamás un ícono suplantará a una mirada si de transmisión de sentimientos se trata. Además, está probado que las palabras adquieren mayor significado y coherencia mediante la expresión.

Quienes sucumben a la tentación de consultar todo el tiempo sus móviles –las encuestas dicen que eso se hace 10 veces cada hora- desatienden sus deberes profesionales, familiares y laborales. Basta asistir a una conferencia para apreciar cómo muchos participantes ignoran lo que se discute para estar pendientes de sus pequeños display. Como dice La Vanguardia, los cell «nos acercan a los que están lejos, pero cada vez nos separan más de los que están cerca». Obsesionados por permanecer conectados, sus dueños terminan por estar desconectados.

Por esa dependencia irracional, cada día decrece la vinculación de las personas con el entorno y aumenta el distanciamiento de los amigos y de la familia. Así, la tecnología puede seruna excelente cómplice, pero también un temible antagonista. La era de la sociedad de la información también tiene un costado oscuro capaz de dividir.

En el mundo existen hoy tantos celulares como habitantes. Sus propietarios los han incorporado a sus manos como si se tratara de un sexto dedo. Algunos casi infartan cuando se les quedan en casa o si ocasionalmente se les extravían. Por eso aplaudo la iniciativa del restaurante londinense. Tengo la certeza de que dejarlos un par de horas en manos del portero propiciará no solo un incentivo a la hora de pagar la cuenta. También hará que se disfrute más la conversación y que tenga mejor gusto la comida.

Por Juan Morales Agüero 


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