lunes, 28 de septiembre de 2020



Recientemente me encontré con un conocido a quien llevaba meses sin ver. «Compadre, estás perdido, ¿tu mujer no te deja salir?», le dije en broma. «Andaba visitando a unos parientes -respondió entre risas-. Regresé el sábado. Oye, y por cierto, qué bueno verte, porque necesito tu ayuda en un asunto».

Y como la canícula amenazaba con derretirnos si seguíamos allí, plantados en la acera como los gnomon de un reloj de sol; y como allí cerca un punto de venta de cerveza dispensada devenía tentación para nuestras sedientas papilas gustativas, me invitó a un par de jarras mientras me ponía al tanto del tema en cuestión.

«¡Ah… –me relamí de gusto luego del primer sorbo-, cuánto agradece el cuerpo una cerveza helada con este calor…!» Mi conocido pensaba igual, porque se zampó de un tirón el espumoso contenido de media vasija de cerámica. Luego, sin rodeos y con seriedad, me dijo: «Quiero comentarte algo muy personal».

Y entonces me contó los avatares de su teléfono fijo. Me dijo que su solicitud para que le asignaran ese servicio en su casa databa de cinco años atrás. Sin embargo –y siempre según su versión– a pesar de que en su zona han instalado varios, su caso nunca se ha considerado. «Y sé de buena tinta que hay maraña en eso –agregó-. Conozco gente que paga “por la izquierda” y enseguida se lo instalan. Puedo mencionarte personas que cometen esas infracciones».

Aproximó su rostro al mío y me cuchicheó un par de nombres desconocidos para mí, no sin antes mirar con recelo hacia todos lados para cerciorarse de que nadie estaba pendiente de nuestra plática. «Ahí tienes un buen tema para una crítica –susurró-. Pero que sin mencionarme, ¿eh?  No quiero problemas».

Le comenté que lo mejor era que él mismo se lo comunicara a los encargados del asunto. Puso cara de marciano y me soltó, molesto. «Te lo digo a ti porque eres periodista. Tú debes denunciar estas cosas, porque para eso te pagan».

No le respondí de inmediato, pero me quedé mirándolo a los ojos. Por mi mente desfilaron momentos similares vividos con otros interlocutores. Gente que me requirió con visos de exigencia: «Oiga, periodista, ¿cuándo va a escribir sobre el robo en las pesas de los mercados? ¿Por qué no le “tira” un bombazo a la mala calidad del pan? ¿Qué piensa para hacerle una crítica al delegado?» 

En todos los casos, mis «informantes» me pidieron no revelar sus identidades. Uno de ellos llegó a advertirme que si lo utilizaba como fuente en mi hipotético trabajo, me desmentiría.  Pero eso no fue lo peor. Mi desconcierto sobrevino cuando supe que el «preocupado» por la trampa en el mercado jamás les reclamó a los dependientes; tampoco lo hizo el «artillero» del pan; y muchísimo menos el crítico  del delegado. «Nosotros no queremos problemas, pero usted sí puede buscárselos, porque para eso le pagan», aseguraron.

Retorné a la realidad y me dispuse a enfrentar a mi conocido con sus mismas armas. Le dije: «Supongamos que ves a un ladrón a punto de robar en la casa de tu vecino. ¿Lo dejarías actuar, alegando que no eres policía? O que escuchas a un insolente ultrajar a un anciano. ¿Permitirías tal agravio aduciendo que ni uno ni otro tienen nada que ver contigo? ¿Consentirías que en tu presencia alguien vejara a nuestros héroes, prostituyera a una niña, intentara un sabotaje o agrediera a un minusválido sin hacer nada por evitarlo?»

Mi conocido me aseguró que nunca toleraría esas conductas negativas sin su intervención personal. Pero me pidió que no me fuera por la tangente. «Lo que te he dicho es distinto –insistió-. Yo, en esos casos, actuaría por convicción, pero a ti te pagan por denunciarlos públicamente.  Es tu contenido de trabajo».

Apuré lo que quedaba de cerveza en mi jarra. Mi conocido, quizás decepcionado por mi talante, hizo lo mismo.  «No, compadre –le dije, mientras me alistaba para marcharme-, a los periodistas, no nos (mal) pagan por sacarle las castañas del fuego a nadie. Sí, tenemos compromiso con el pueblo. Pero la lucha contra la indisciplina, el delito, la vulgaridad, la pereza, el descontrol, el maltrato, la chapucería, la mentira y hasta el desaliento no es tarea exclusiva de mi gremio. ¡Eso nos atañe a todos! Y, por supuesto, a ti también». 

Mi conocido no me ripostó. Pero percibí que mi respuesta no le había agradado para nada. Me puse de pie. «Bueno…» -me despedí, cortésmente-. «Bueno…» -me contestó con frialdad. Y no dijimos más. Él pidió otra cerveza; y yo gané la calle con la satisfacción de no haber arrimado la brasa a su sardina.

Escrito por Juan Morales Agüero

 

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