lunes, 28 de septiembre de 2020



Allá por mi época de estudiante de Periodismo en la Universidad de Oriente, en Santiago de Cuba,  entre los años 1988 y 1993, le escuché  decir a un profesor en el curso de una conferencia docente: “El periodista debe saber algo de todo y todo de algo”.  

Confieso que el retruécano me agradó tanto por su ingenio como por su mensaje. Pero un detalle no me satisfizo: ¿y por qué solo el periodista?, ¿por qué dejar fuera a quienes son ajenos a la tinta, la cámara y el micrófono? El lector coincidirá conmigo en que en materia de saber –de todo o de algo- hay mucha gente en Cuba con deudas por saldar.

Están los estudiantes de secundaria, por ejemplo. No son pocos los padres y maestros preocupados por la formación cultural de esos muchachos aún inexpertos.  Y no me refiero a la formación concretada en el aula, porque esa cae pocas veces en saco roto. Aludo a la que se conquista trabando amistad con los libros, el cine, los museos...

Para ser culto es necesario tener un hambre voraz por conocer algo nuevo. Pero muchos de nuestros estudiantes no han dado aún indicios  de tener ese apetito. La insuficiencia no es exclusiva de la gente joven. He tropezado con profesionales competentes y doctos en lo suyo, pero con una ignorancia colosal en temas que desbordan su especialidad. Personas capaces de dictar una conferencia magistral sobre computación o filosofía, pero que palidecen cuando le preguntan si leyeron recientemente algún libro conocido.

Siento pena cuando ocurren esas cosas. ¿Quién es el culpable? Pienso que la propia persona. A la escuela no se le puede tildar de irresponsable por no asumir una función que se le va de las manos. Solo se le puede exigir orientar, sugerir lecturas, recomendar un buen filme... Pero hasta ahí. Porque la cultura general no se adquiere por decreto. Requiere voluntad de quien la necesita y constancia para echarle cimientos.

LO otro corre a cuentas de cada quien por procurarse conocimientos generales suficientes como para no hacer el ridículo cuando se hable de un asunto difícil. ¿Quién dijo que solo los filólogos deben conocer las sutilezas de la lengua materna? ¿Quién les otorga la exclusividad a los historiadores a la hora de explicar cómo se desarrolló la batalla de Girón? ¿Quién sostiene que a nadie, sino a los políticos, le corresponde estar al tanto de las relaciones internacionales y de su acontecer noticioso?

Se trata de un tema en el que los padres tienen incidencia. Uno me dijo hace poco: “A mi hijo no le gusta leer como a otros muchachos”. Le pregunté: “¿y a ti te gusta?” Me confesó que no.  Muchos de los padres actuales nacieron y se criaron en el último medio siglo. Ellos no pueden justificar que no tuvieron oportunidades de adquirir el hábito de lectura por imperativos extra docentes. Si en algún momento renegaron de la escuela o no se dejaron cautivar por el encanto de los libros, no pueden pretender ahora que sus bisoños hagan lo contrario. Aunque nunca es tarde para intentarlo si se predica con el ejemplo.

Estas reflexiones me hicieron recordar aquella observación de mi profesor en la universidad: el periodista debe saber algo de todo y todo de algo. Al terminar la conferencia me le acerqué y le dije: “profesor, ¿no le parece que la frase quedaría mejor si en lugar de periodista pusiéramos personas?” Él me miró un momento, meditó y finalmente me dijo: “Estoy de acuerdo”.

Escrito por Juan Morales Agüero

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