Los periodistas solemos padecer ante el desafío de una cuartilla en blanco. En efecto, «arrancar» con la primera oración deviene tragedia cuando nos empeñamos en buscar una imagen atractiva, capaz de atraer la atención de esa persona importante, rigurosa, inteligente y desconocida llamada lector.
Uno
de nuestros absurdos es creernos protagonistas de las historias que contamos.
Lo hacemos, a veces, para conmover a la personalidad que hemos entrevistado; o
al profesor que nos impartió el género en la universidad; o a la muchacha que
nos dice –a veces por mera cortesía- cuánto nos admira.
Realmente,
nuestro destinatario natural es otro. Es la persona que intenta leer nuestra
crónica dentro de un ómnibus abarrotado. O sentada en un banco del parque
mientras aguarda por la llegada de su pareja O a la espera de que comience la
venta en un mercado. O en su domicilio, oficina, guardia…
Todas
esas personas dejarán de leernos y buscarán un entretenimiento mejor si no conseguimos
retenerlas con un texto bien escrito y mejor contado. «Es más fácil capturar a
un conejo que a un lector», dijo Gabriel García Márquez. Y nadie como él podría
testificarlo con tanto conocimiento de causa.
Como
esos anónimos destinatarios dejarán de seguirnos a la primera ocasión –nadie
está obligado a leer lo que no le agrada-, la primera frase salida del teclado
deberá ser la más importante de nuestra vida. Y también la segunda, la tercera
y la final. Porque nosotros sí estamos obligados a escribir… bien.
¿Y
cómo se escribe bien? Ahhh, ¡quién lo supiera! Enrojezco de envidia (alguien
dijo que envidiar es admirar con rabia) cuando leo algo redactado con sencillez
y sin artificios, que tal parece escrito de una sola sentada. Un buen texto
tiene siempre ideas claras, frases cortas y mucha originalidad léxica.
Incluso,
los asuntos más peliagudos pueden ser tratados con soltura. Siempre debemos
pensar en ese lector invisible al que me referí. Él preferirá cambiar de página
antes de acudir al diccionario en busca del significado de una palabra
rebuscada que tuvimos la pésima idea de insertar en nuestro reportaje.
Al
contar la historia también erramos. No pocos caemos en un «embrollo» de datos
superfluos y de elementos subalternos. Como dice el periodista norteamericano
Tim Radford, «si un tema es enredado como un plato de espaguetis, considera tu
historia como un solo espagueti extraído con cuidado. El lector agradecerá que
le hayas dado una parte y no el plato completo».
Por
último, no debemos comenzar a escribir hasta no haber definido cuál será
nuestra historia. Si la frase inicial puede resumirla, mejor. Una vuelta de
tuerca a nuestras neuronas puede resultar. Con ese esfuerzo siempre se
encuentra un giro ameno y sintético capaz de cautivar y retener al lector.
En
fin, escribir sencillo es, quizás, la tarea más difícil de la profesión. Pero
no hay que cortarse las venas por eso. Quienes escribimos podemos sortear
decorosamente ese valladar. Eso sí, siempre que meditemos cada palabra, cada
idea, antes de mancillar la pureza de la cuartilla en blanco.
Por Juan Morales Agüero