Jorge Luis Rodríguez Pupo conversa con una dicción perfecta y nada afectada. En su voz potente y grave, las eses
al final de las palabras devienen respeto por el idioma y proclividad por el
buen decir. Anda por los 68 años de edad y está acogido a la jubilación. Pero, este
eximio locutor, distinguido con el Premio
Nacional de la Radio, no soporta alejarse de los micrófonos. Y en Radio
Libertad, la emisora de sus amores, continúa ofreciendo su magisterio.
—¿En qué
momento de su vida comenzó a atraerle la radio?
—Desde pequeño. Yo visitaba mucho la emisora de Puerto Padre en compañía
de mi padre, que era poeta repentista y tenía allí un programa fijo. Lo veía
conversar ante el micrófono y quise imitarlo. Me las arreglé con un bombillo
que colgaba de una mata de ciruelas en el patio de mi casa. Me le colocaba
delante y ahí le daba curso a mi fantasía.
«Por entonces aún no sabía leer, pero —como niño al fin— simulaba lo
contrario, y hacía como si estuviera leyendo “al aire” las cartas que papá
recibía en su espacio y que él me traía para que las usara en mi juego. Un día
alguien le preguntó a mi madre que si yo tenía algún problema, pues me vio
hablando solo en el patio. Ella se echó a reír».
—¿Cómo
continuó esa precoz vocación por el micrófono?
—En 1968 —yo tenía 16 años de edad—, hubo una convocatoria para buscar
una voz joven que condujera un programa llamado Buenas tardes, juventud, a punto de debutar. Me presenté, y, para
mi desdicha, desaprobé. Los miembros del jurado le dijeron a mi padre que yo
leía muy mal. Aquel fracaso me frustró una enormidad, pero, gracias a mi madre,
lo superé.
«En esa época ella era profesora, y, al advertir mi pésimo estado de ánimo,
me sometió a un entrenamiento de lectura hasta que, en dos semanas, aprendí a
leer para la radio con pausas, entonación y matices. Volví a presentarme a
examen y los del jurado se sorprendieron de mi progreso. Aprobé, y el 9 de diciembre
de 1968 hice mi primer programa».
—¿Recibió cursos
de adiestramiento en aquella iniciación?
—Ninguno, porque lo que primaba era el empirismo. Las aulas eran la
cabina y el micrófono. Tampoco tuve a mi lado a alguien de experiencia que me
enseñara. Paradigmas sí, como el desaparecido locutor Manolo Ortega. No me
perdía el Noticiero Nacional de Televisión para verlo. Me admiraba cómo modulaba
la voz según el contenido de las noticias.
«Hoy todo es diferente, pues existen muchas posibilidades para
capacitarse. La práctica es buena, pero si se combina con la teoría, pues mejor.
En mi caso, me gusta compartir con los jóvenes lo aprendido en estos 52 años de
ejercicio profesional. Además de locutor, tengo vocación por la enseñanza, y
nunca pierdo ocasión para ejercitarla».
—¿Cuándo se
evaluó por primera vez como locutor radial?
—Eso fue en Holguín, en 1971. Yo era aún colaborador de la emisora
puertopadrense Radio Libertad. Resultó un reto para mi inexperiencia, en
especial porque detrás del cristal, en calidad de evaluadores, estaban nada
menos que Jesús López Gómez y Héctor Fraga, dos símbolos de la locución cubana.
El examen puso a prueba mis conocimientos y mis nervios.
«La evaluación consistió en trabajar ante el micrófono un libreto muy exigente,
de un programa de Radio Progreso llamado Ayer,
hoy y mañana. Tenía narraciones dramáticas, humorísticas, poéticas,
noticiosas... ¡Fueron dos horas de martirio! Cuando terminé, Fraga me llamó
junto con mi director, me felicitó y me dijo que estaba aprobado».
—Ese fue
el punto de partida de su carrera profesional...
—Sí, porque dos años después me incorporé a la plantilla de la emisora. En
1981 tuve otra evaluación, esta vez con locutores tuneros como Rafael Urbino,
Neydo Arsenio y Jorge Carbonell. Obtuve la evaluación de B. Y en 1989, un jurado
nacional formado por Marialina Grau, Isabel Fernández, Ibrahim Apud y Frank
Guevara me otorgó el Primer Nivel.
«Por cierto, en Radio Libertad no solo he hecho locución. En
determinados momentos trabajé como fonotecario, operador de audio, director de
programas, asesor... En la radio no hay plazas menores. ¡Todas, sin excepción,
son importantes! Hasta atender las llamadas en la mesa de recepción, porque eso
retroalimenta y propicia interactuar con los oyentes».
—¿Cómo
eran los primeros años en el orden tecnológico?
—Imagínate, eran tiempos distintos a los actuales. La producción musical
se hacía con discos de acetato, que los jóvenes de hoy no conocen ni en
fotografías. No disponíamos de grabadoras, y solo años después llegaron las de
rollos. Los boletines, notas a los programas y otros textos nos los entregaban escritos
a máquina para que los leyéramos.
«Trabajábamos por turnos rotativos que duraban entre seis y siete horas.
El locutor en cabina debía ponerle voz a todos los programas que salían al aire
en ese horario, todos en vivo. Además, grabábamos espacios dramáticos, porque
le emisora siempre tuvo en activo un grupo de ese perfil. Le poníamos el alma a
nuestra labor para que saliera bien».
—¿Qué
características necesita tener un buen locutor?
—Varias, entre ellas buena voz, adecuada entonación, correcta dicción y dotes
para improvisar ante contextos imprevistos. Además, debe conocer tanto de lingüística
como de semántica. La primera, para pronunciar bien y con todas sus letras cada
palabra; y la segunda, para saber sus significados. Si las domina, dramatizará mejor
la lectura.
«Requiere también tener cultura general y conocimientos de historia. De
nada vale una buena voz, dicción y entonación si en un acto demuestra ante el
micrófono ignorancia de lo que se allí se conmemora o se informa. Eso expresa
una imperdonable falta de preparación previa. Cuando a uno lo designan para
hablar sobre un tema, debe dominarlo».
—¿Entonces
el buen locutor no lee igual todos los textos?
—¡Claro que no! Cada uno exige aplicar correctamente la curva de
entonación, según su contenido. Eso garantiza no echarle a perder su crónica a
un periodista por causa de una mala lectura. El locutor debe emocionarse con un
poema de amor, pero expresar solemnidad con un editorial. Cada género tiene su
propia forma de asumirse ante el micrófono.
«Las palabras deben acariciar el oído de los oyentes. Un buen locutor eludirá
las muletillas y el rebuscamiento. Resulta pedante recurrir a términos cuyo
significado el oyente ignora. Igualmente, los modismos y los neologismos no
siempre funcionan. Con todo respeto, la Real Academia ha aprobado algunos que
nunca diré ante el micrófono».
—Jorge,
hábleme de los reconocimientos que ha recibido.
—Ostento la distinción Raúl Gómez García, otorgada por el Sindicato
Nacional de los Trabajadores de la Cultura, y la Félix Elmusa, de la Unión de
Periodistas de Cuba. Además, el Micrófono de la Radio, la condición Maestro de
Radialistas, el reconocimiento Artista de Mérito y medallas y sellos. Hace poco
recibí el Premio Nacional de la Radio.
«Pero el galardón que más me satisface es el que me entregan todos los
días los oyentes. Muchos me detienen en plena calle para manifestarme su complacencia
por los programas que conduzco. Mi vocación de maestro le confiere también un elevado
valor al agradecimiento que me demuestran los locutores jóvenes de la emisora, a
quienes nunca dejo de transmitir mis experiencias en esta profesión a la que le
he dedicado intensamente 52 años de mi vida en una entrañable ciudad que me
declaró su Hijo Ilustre».
Por Juan Morales Agüero