Carlos González Penalva es Responsable de Comunicación, Redes Sociales y Mensaje de la Izquierda Unida asturiana. Sin embargo, los 280 caracteres que permite Twitter, le hacen esbozar una descripción más concreta en su biografía: “comunista estoico y racionalista filosófico”.
Desde su llegada a Cuba, González Penalva no se ha detenido. Además de comunicador es un importante teórico y militante de redes con una asentada experiencia lidiando con los haters de Vox y la derecha española. Han sido días de trabajo intenso, entrevistas, charlas con profesionales de la comunicación, a los que se sumaron estas preguntas necesarias que le hicimos llegar desde Cubaperiodistas sobre desinformación y ciberdelincuencia.
¿Cómo se prepara una campaña de desinformación en redes y cómo se expande su intoxicación a los usuarios? En este sentido ¿pudiera mencionar algunas claves, procedimientos para desactivar esas campañas y esa contaminación?
Los procesos son múltiples y, en contra de lo que mucha gente pudiera pensar, es un fenómeno que no tiene nada de nuevo, aunque sí reviste algunas características particulares en nuestra época, como es la de la velocidad de propagación tóxica.
Podría decirse que la construcción de una campaña de desinformación consta, resumidamente, de dos momentos o etapas. En primer lugar, de conocer a la sociedad sobre la que se quiere intervenir, sus hábitos, sus dinámicas de consumo en Internet, saber de qué está hablando en cada momento pero, sobre todo, conocer sus disgustos, sus necesidades y, en particular, sus odios y tensiones. En segundo lugar, está la fase de minería de datos que suena a John Le Carré pero que básicamente consiste en atender a lo que la gente “clickea”, busca, dice y comenta en Internet públicamente, se articula una red o “clúster” de instrumentos para la distribución de la mercancía tóxica que se quiere emplazar (webs, cuentas de redes sociales, bots, programas…) y se comienza a publicar y pautar/promocionar ajustándola a los perfiles demoscópicos a los que se dirige la mercancía tóxica (el objeto es el mismo, pero el mensaje se adapta según perfiles poblacionales).
Una mercancía tóxica se expande viralmente si encuentra un caldo de cultivo propicio para su propagación, por eso es tan importante la minería de datos. En resumen: Cambridge Analítica.
En el mundo se han normalizado las noticias falsas y la manipulación mediática, ¿podemos hablar de una democratización de la ciberdelincuencia como industria generadora de ganancias?
Las noticias falsas siempre han operado en el panorama político: la primera víctima de una guerra es la verdad. Sobre este aspecto es importante un matiz que tiende a confundirse interesadamente y es que, las noticias falsas o la manipulación no son lo mismo que la propaganda. La propaganda no supone ni implica la mentira ni la falsedad, aunque sí busca una orientación social. Cuando el propagandista usa elementos tóxicos como la difamación o la mentira deja de hacer propaganda, y pasa a construir “realidades alternativas”, falsas, retorcidas, manipuladas.
Hay un ejemplo que suele usarse comúnmente para ilustrar qué son las fake news, se trata de un pasaje de Estudio en escarlata —novela protagonizada por Sherlock Holmes. La novela se publica en el siglo XIX, y en el pasaje leemos cómo el Dr. Watson revisaba las noticias de varios diarios y cada uno de ellos contaba una versión distinta de un crimen con motivaciones políticas: uno decía que se trataba de una operación al servicio de intereses de las potencias europeas de la época, otro señalaba a los extranjeros, y el último apuntaba a una acción de los liberales. Ninguno de ellos aportaba pruebas ni pistas que sostuvieran su relato.
Las campañas de desinformación fueron usadas por Holanda, por Estados Unidos contra España en Cuba en el 1898, en la operación de bandera falsa en el golfo de Tonkín que sirvió para justificar la intervención en Vietnam, la construcción de los relatos de genocidio que dieron pie a la intervención en Yugoslavia —y que ya ha sido demostrada su falsedad— o más recientemente con las armas de destrucción masiva en Irak. Estos son, digamos, ejemplos simbólicos que demuestran que no estamos hablando de un fenómeno nuevo.
¿Por qué se produce este fenómeno?
Si se me permite parafrasear a Marx: la guerra es el motor de la historia. ¿Podemos llamarlo delincuencia? No sé si sería el nombre que, a esta escala, yo le daría, pues hablar de delito —digital o no— implica códigos éticos, morales y legales. Sería más directo en este aspecto: es una herramienta para la guerra, como lo son el tanque, el misil o las armas biológicas. Quien hace uso de estas herramientas está en guerra contra alguien. La mentira es, en este caso, como la filosofía, siempre se hace contra alguien, se piensa contra alguien y se miente contra alguien. Pero sí, “hacer la guerra” contra tu país y sus intereses, sea con un misil o con herramientas más refinadas y menos obvias es un delito, en Cuba, España, Estados Unidos o en la Cochinchina. ¿Se ha democratizado? No, lo que ha cambiado es la velocidad a la que se difunde el bulo.
La transformación de las guerras, como de los modelos de producción, siempre ha ido de la mano de los avances tecnológicos y científicos, cuando no han sido las propias guerras el acicate para estos desarrollos. La articulación efectiva de estas nuevas herramientas digitales para la guerra solo está en manos de grandes Estados y corporaciones financieras. La imagen de un tipo encerrado en su garaje con una computadora poniendo en jaque al planeta es un bulo que solo busca eludir la responsabilidad. Caso distinto son los peones de obra para la guerra del siglo XXI. Como reza la Biblia, nadie trabaja en vano en el Señor.
¿Cuál es el estado de las políticas públicas de comunicación en América Latina en cuanto a la normalización de la ciberseguridad?
Las últimas legislaciones en materia de ciberseguridad apuntan en dos direcciones distintas, aunque entrelazadas, no ya en América Latina y el Caribe, sino en el mundo, que se han ido implantando más o menos con parámetros comunes, variando fundamentalmente en relación con las particularidades de cada lugar. Por una parte se han refortalecido las legislaciones en aquellos aspectos relacionados con la propiedad digital y su distribución (piratería, derechos de autor, identidad digital, derecho al olvido…) impulsados por el desarrollo de los últimos años de las redes sociales y de la distribución de la información y contenidos y, por otra, en materia de seguridad nacional contra las operaciones de guerra digital, contra las naciones, bien desde el exterior (operaciones corporativas o Estados para influenciar en la opinión o la elección en procesos nacionales), bien desde el interior (difusión de bulos o noticias falsas con objeto de derrocar o desestabilizar gobiernos).
No necesariamente tiene que ser la una o la otra, generalmente suele haber una “solidaridad frente a terceros” entre el agente exterior y el operador interior, aunque sus motivaciones sean distintas la operación es común. Trump y el asalto al Capitolio, Vox en España o diversas operaciones contra Cuba son un claro ejemplo con nexos y operadores comunes a todas ellas: sectores ultracatólicos que buscan influir en legislaciones nacionales, lobbies empresariales que buscan intervenir económicamente en el futuro del país o los representantes políticos de uno y otros. En todo caso, insisto, ninguna operación de guerra digital sirve si no existe un caldo de cultivo para la propagación de la mercancía tóxica. En este sentido, la pandemia y la crisis económica y laboral derivada de ella es el caldo perfecto de las operaciones que estamos viviendo en Cuba y en el mundo. El confinamiento, los efectos psicológicos que se derivan del mismo y el ecosistema digital son los ingredientes.
¿Cuál es el estado actual de redes como Clubhouse y Parler en la que se refugiaron muchos de los extremistas que atacaron el Capitolio de Washington? ¿Cómo se construye desde esas redes la interacción entre los usuarios?
Parler ha quedado como un micromundo de la ultraderecha vinculada a Donald Trump tras ser expulsado este de Twitter, y que se hizo famosa por haber servido como infraestructura para comunicar y organizar el asalto al Capitolio de los EE. UU, como Clubhouse y otras en diferentes momentos. El uso de estas plataformas tiene relación o bien con sus políticas de privacidad —nadie en su sano juicio organizaría nada a través de WhatsApp o similares, menos con VPN de por medio— o por encontrarse fuera del radar mainstream. En cuanto son detectadas dejan de ser útiles. Dicho de otro modo, cuando tenemos conocimiento de ellas, ya se está poniendo en marcha el estudio de otras plataformas a las que mudarse. Su funcionamiento es relativamente simple, poder actuar con cierta privacidad y anonimato o, en su defecto, en privacidad y anonimato frente a quienes no quieres que te escuchen.
El activismo tecnológico contra la desinformación y las falacias nace desde los propios centros de estudios universitarios, contorneando la capacidad de reconocer la manipulación y de oponerse a sus formas. ¿La sociedad está siendo realmente capaz de oponerse a esa violencia simbólica o aún falta mucho por hacer desde el frente de la verdad?
Nace, fundamentalmente, por la necesidad de los Estados de protegerse contra las ofensivas de las campañas de desinformación en el terreno de Internet, las redes sociales y las operaciones de desestabilización contra los gobiernos, independientemente de su filiación política, y lo que tienen más a mano son los recursos públicos.
Tras ese primer momento es cuando llega el sector privado, oliendo a negocio y lucro, entidades que dicen luchar contra la desinformación digital, pero que son propiedad en muchos casos de medios de comunicación o gente claramente vinculada a alguna empresa de información, y que muchas veces no suelen caracterizarse por ser ajenos a las mercancías tóxicas. Un ejemplo: Newtral en España de la mano de Ana Pastor, conocida por su metodología fact-checking, y vinculada al canal de televisión La Sexta, considerada próxima al gobierno de España; sin embargo el canal pertenece al mismo conglomerado empresarial, Atresmedia, dueña también del periódico de derechas La Razón. En todos los canales se distribuye mercancía tóxica para ser consumida y distribuida por perfil político y demoscópico distinto, y son los propios actores de estos medios quienes crean empresas paralelas de verificación de la información.
Parece un poco conspiranoico, ¿no?
Sí, parece un poco conspiranoico, pero es que decir lo contrario es plantear un oxímoron como el de libertad de prensa y capitalismo. Si reconocemos, como decíamos antes, que las operaciones de desinformación son herramientas de guerra, no podemos pensar que la capacidad para hacerles frente reside en la imagen romántica del outsider.
Sí existen plataformas, muy dañadas en los últimos tiempos, como Wikileaks que ha sido un actor fundamental para mostrar a la opinión pública las relaciones reales del poder, sus entrañas y sus cortesanos y lo están pagando muy caro. En relación a la sociedad, no creo que esté sufriendo una violencia simbólica, es una agresión en toda regla en términos de una guerra psicológica con propósitos claros.
Lo particular es que es consciente de ello, sabe que le están mintiendo, que le manipulan. Mientras el 96,5 % de los españoles (por ejemplo) considera a las fake news como un problema real de nuestra sociedad, parece no importarle bajo la premisa del “todos lo hacen” y esta es nuestra gran derrota y el gran bulo del siglo XXI: todos los proyectos políticos y sociales son iguales, todos mienten…
¿No crees que la izquierda tiene también un poco de responsabilidad en ello?
Sí, probablemente tenga una responsabilidad importante, una parte de la izquierda europea que, atraída por las luces de artificio, las redes sociales y los platós de televisión, creyó que cualquier mecanismo era válido para llegar al Gobierno (también las campañas de desinformación), que no al poder, y en el camino se olvidó de para qué, y para quiénes, se debían esos Gobiernos.
A la política ficción, a los bulos, a las campañas de desinformación y a las derechas no se las combate con ficción, relatos e ilusiones, sino con organización y políticas que apelan e implican a las mayorías sociales y trabajadoras. Es como con la COVID-19: frente a la política ficción oponemos ciencia, razón y políticas realmente existentes.
¿Cómo convocar con efectividad, a una real y responsable participación ciudadana en las redes sociales?
En este caso, salvo en momentos puntuales, creo que el concepto no reside tanto en cómo convocar sino en cómo articular. Me explico. Si concebimos nuestra intervención política en el ámbito de las redes sociales en Internet como una “convocatoria” corremos el riesgo de creer que la cuestión fundamental reside en trasladar las formas de organización social tradicionales, de la calle, al ámbito digital. El riesgo de conceptualizar las redes como una extensión de la calle, y no como un “barrio” en sí mismo, un espacio propio con sus sus propias características y formas de construcción de relaciones sociales y de identidades colectivas.
Esto quiere decir que la presencia en las redes de quienes queremos movilizar no es una presencia puntual, como una manifestación, sino que la gente está cotidianamente en esas redes, existe sobre ellas, construye relaciones, se expone y se refleja en ellas. Son un espacio que hoy en día tiene poco o nada de virtual. Las relaciones sociales que se dan son materiales (tienen un correlato real) y son realmente existentes. Negar su materialidad a través del apelativo de “virtual” para señalar tales relaciones como falsas incurre en un peligroso problema: no conceptualizar al sujeto del presente como un ciborg, es decir, como una persona híbrida fusionada con la tecnología.
Y la era móvil incorpora además nuevos desafíos
Somos sujetos con tecnologías implantadas en la mano, por decirlo de algún modo, y que nos acompañan en todo momento. Por ello, si asumimos que una parte importante de nuestra población no es que sea usuaria de las redes sociales, sino que está en ellas y a su vez se conforma a través de ellas, lo que tenemos que plantearnos realmente, cómo vamos a articular a esa masa política y social que ya está en las redes, que interactúa y construye nuevas relaciones. Aquí entran en juego las cuestiones relativas al big data y los famosos algoritmos, donde lo digital y lo analógico se entretejen como una sola pieza para convertirse en una masa de datos que no solo dice lo que somos, sino que también tiene la capacidad de configurar y condicionar lo que podemos llegar a ser. Como decía hace unas jornadas una especialista en filosofía de la tecnología, Eurídice Cabañes: “Lo que los algoritmos deciden que somos, acaba convirtiéndose en lo que seremos”.
¿Cómo ves la guerra de los algoritmos contra Cuba?
Contra Cuba se está operando una doble guerra: por una parte la inserción de mercancías tóxicas que pretenden contaminar a quien las toca con el objetivo de derrocar el sistema político, económico y social del que soberanamente se ha dotado, y por la otra, redefine, dibuja y reconstruye un estereotipo de país que no existe, para insertar la ilusión —imagen o representación sin verdadera realidad, bien fruto de la imaginación o del engaño— del modelo que quieren que exista, su modelo, y lo extienden a través de todo tipo de productos: libros, películas, series, videoclips, redes sociales, etc. como producto de consumo de masas. Dicho esto, como decía Borges: “El futuro no es lo que nos va a pasar, sino lo que vamos a hacer”.
¿Cuál es a tu juicio la ruta que deberían seguir los comunicadores cubanos para disputar el entorno digital a esa maquinaria tóxica?
Tenemos que pensar en cómo nos articulamos en un nuevo espacio realmente existente como país y como sociedad. En primer lugar, y con carácter urgente, educar a las nuevas generaciones en el uso e intervención de estas tecnologías, pero alejadas de lecturas neoluditas y prejuiciosas.
En segundo, combatir el algoritmo, y eso solo se puede hacer masificando los contenidos sobre Cuba que enfrenten el estereotipo de país que nos quieren imponer, y para esto es necesario trasladar la cotidianidad del país, de nuestras vidas, de nuestros barrios y trabajos, a las redes: frente a quienes quieren construir una ficción de país en conflicto, irreal, plasmar lo realmente existente, su riqueza y diversidad social, su producción social, científica, intelectual y humanística.
Por último, estrechamente vinculado a lo anterior, cambiar la forma en la que nos aproximamos a las redes sociales: poner siete millones de personas con un único mensaje no nos hace parecer más, sino que estrecha la imagen de nuestra base social, limita nuestra capacidad de penetración en distintos perfiles sociales, traslada una imagen nuestra robotizada, automatizada. Es algo así como ir al frente con todos los soldados en fila de a uno.
No se trata de cambiar los objetivos, sino que la propia diversidad de mensajes en torno a esos objetivos —y el principal de ellos es el de trasladar el país realmente existente al espacio de las redes sociales— nos hará más humanos, más creíbles ante quien nos lee: siete millones de mensajes para un objetivo. Somos más, somos diversos, somos mejores, hagamos de ello nuestra fuerza. Nuestro principal medio de comunicación es nuestro pueblo.
(Tomado de Cubaperiodistas)