¡Hasta la vista, Víctor!

La ciudad de Las Tunas enjuga su tristeza por el sorpresivo fallecimiento de Víctor Manuel Marrero Zaldívar, uno de sus hijos ilustres. El hombre que la inscribió en la antología cubana de las hazañas partió abruptamente, sin apenas despedirse. El cronista, el intelectual, el promotor, el estudioso que vindicó la figura del Mayor General Vicente García y sus proezas, dejó de ser historiador para convertirse él mismo en historia. Los anales citadinos conservarán su nombre y sus aportes en el relicario de los inolvidables.

No voy a referenciar su currículo, pletórico de méritos y de hallazgos. Ni su copiosa bibliografía, ni su condición de Historiador, ni sus múltiples distinciones. En Internet consta, detallado, cada instante de su vida. Solamente quiero recordar al ser humano que fue, al amigo dispuesto a arrimar el hombro, al profesional consagrado a su perfil… La ciudad encajará su pérdida como un capítulo luctuoso de su devenir. Echará de menos su verbo pausado y su sabiduría incalculable. Pero su huella permanecerá estampada en cada proyecto. No habrá recodo de la ciudad que no lo evoque.

Tengo ante mis ojos las amables palabras que le dedicó a la primera edición de mi libro Postales Tuneras, en el 2005. Son de su puño y letra, con aquella caligrafía suya complicada de descifrar. «¿Tú escribes en chino?», le dije en broma cuando leí el original. Y los dos nos reímos de los jeroglíficos. Víctor presentó mi libro en la Feria de aquel año, y lo repitió en las otras dos ediciones (foto de su presentación de la tercera edición). En todos los casos, siempre conté con su apoyo. Puso su obra completa a mi disposición.

Visité su casa varias veces, y cada vez confirmé su proverbial crédito de buen anfitrión. «¿Quieres café claro o café fuerte?», me decía irónico, convencido de que yo sabría identificar la referencia. «¡Fuerte!», le respondía siempre. Mi elección era un motivo para dilatar nuestro diálogo. Hablábamos de sus últimas investigaciones, de las amistades comunes, de nuestras respectivas familias, de su colección de numismática, de sus planes inmediatos…

Su oficina en la calle Nicolás Heredia 33, entre Francisco Varona y Lorenzo Ortiz, era un maremágnum de papeles, archivos, documentos, revistas, libros, periódicos, fotografías… Y sus paredes, una auténtica pinacoteca, con obras de los principales artistas plásticos de la ciudad. El León de Santa Rita devenía recurrencia por todas partes. Se podía advertir en los títulos de los libros (Víctor escribió y publicó decenas con ese tema) y en las pinceladas reconocibles de los lienzos.

Solía topármelo recorriendo el centro histórico de la villa de la que fue su Historiador durante décadas. O en las instituciones culturales, de las que era frecuente visitante. O conversando en una esquina con un transeúnte desconocido. O atendiendo a una delegación extranjera frente a la estatua del Héroe… Lo recuerdo como jurado en concursos y como conferencista en eventos. Siempre impecable en el vestir, pausado en el hablar y honesto en el decir. Jamás lo vi apurado ni esquivo. Nunca lo vi de mal humor ni con talante pesimista.

Hace un tiempo estuvo enfermo, pero logró sortear el desenlace fatal. La COVID-19 también se le abalanzó, aunque sin mayores consecuencias. Y, de pronto, la noticia de su muerte, inesperada, estremecedora, terrible… «¡Pero si ayer mismo lo vi por el parque Vicente García!», me aseguró una colega, alarmada por la noticia. No, la muerte no se anda con remilgos ni repara en currículos. Elige y actúa. Ahora solo nos queda recordar a Víctor y mantenerlo vivo. Y ver en cada pedacito de historia local su sempiterna presencia.

Por Juan Morales Agüero