jueves, 18 de noviembre de 2021

Hace unos meses atrás, un conocido sitio web invitó a sus lectores a responder online una breve encuesta. Su única pregunta decía así: “¿Qué palabras utilizas con más frecuencia en las redes sociales para defender o impugnar criterios propios o ajenos en temas como el fútbol, la economía o la política?”.

El resultado fue como para escandalizarse. Y los ejemplos, como para taparse la nariz. Salieron a relucir epítetos de grueso calibre. Desde el clásico gilipollas —el insulto ibérico por excelencia— hasta las obscenas alusiones al árbol genealógico del interlocutor, en especial a su progenitora, común a todos los idiomas.

Amén de lo excéntrico de la pesquisa, su saldo confirma una verdad de Perogrullo: en algunas redes sociales —en especial Facebook y Twitter— proliferan las miserias lingüísticas. Las opiniones no se defienden con raciocinio, sino con insolencias. ¡Cómo si sustentar un criterio requiriera solo de testosterona!

Una peculiaridad de este lamentable panorama es que no pocos de quienes lo practican suelen ocultar sus nombres verdaderos tras la máscara del seudónimo. Temerosos de dar la cara para que no les reprueben sus irreverencias, llegan hasta a usurpar las identidades de otras personas con el propósito de erosionarles el prestigio del que ellos carecen. Como ocurre con las cartas anónimas —propias de los envidiosos y los pusilánimes—, evidencian cuán escasos de valor andan.

Por causa de estas torcidas maneras de actuar, el espléndido escenario para confraternizar y debatir que es internet tiene hoy zonas interactivas difíciles de transitar. Son como barrios marginales, como bajos fondos, donde deben extremarse las precauciones, porque en cualquier recoveco puede aparecer alguien con un pasamontañas dispuesto a agredir a punta de provocaciones.

Ejemplos de esta realidad abundan. Cuando juegan el Barcelona y el Real Madrid, los foros devienen cloacas por el lenguaje de letrina que utilizan los fanáticos para lanzarse oprobios. Ocurre igual si se compara a Lionel Messi con Cristiano Ronaldo. Los editores de los sitios donde aparecen rara vez los moderan, tal vez con la intención de caldear la controversia y sumar polemistas a su portal.

Las tirantes relaciones cubano-norteamericanas no escapan a ese cañoneo verbal con lo más hediondo y belicoso del idioma, principalmente por parte de recalcitrantes residentes en la otra orilla del estrecho de la Florida. El solo hecho de vivir del lado de acá convierte a la persona en blanco para sus andanadas de groserías, descalificaciones y calumnias. Estos especímenes merodean por la red en busca de camorra, siempre con una ofensa o una blasfemia en el directo.

La fuerza de los argumentos no solo se blinda con decencia léxica. También deben evitarse las peroratas retóricas, el exceso de consignas y el triunfalismo a ultranza. Se trata de anular al adversario mediante razones imposibles de rebatir. Es decir, convencerlo, no vencerlo. Y sin dejar costuras. Porque todo argumento refutado, desarma. Y, en lo adelante, sería difícil hacerlos verosímiles.

No es atinado acreditarnos el monopolio de la razón. Insistir en que vivimos en una sociedad perfecta, además de incierto, nos descalifica, incluso, ante los amigos. Si dejamos que la pasión nos ciegue, nos convertimos en vulnerables. Nuestra credibilidad pasa por reflejar el panorama con sus luces y sombras.

Admitir nuestras carencias nos exalta como contrapartes y desconcierta al interlocutor. “Tiene razón”, “coincido con usted”, “estoy de acuerdo”, “pienso parecido “… Y nunca “usted está equivocado “, sino “tengo una opinión distinta“. Un trato respetuoso sin ser sumiso, tolerante sin ser permisivo…

Los panfletos machacones, los lugares comunes, las frases hechas y los estereotipos gastados no convencen en estos tiempos, donde los internautas —entre quienes abundan las personas inteligentes— pueden impugnar juicios de otros. Nuestros contenidos deben ser modelos de moderación y decencia.

"¡Por favor, no insulten! No ganamos nada con eso», ha dicho el Papa Francisco, al referirse a la manera en que muchas personas dirimen sus diferencias en las redes sociales. Deberíamos asumir el reclamo del Sumo Pontífice.

Por Juan Morales Agüero

 

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