Sin demasiadas sorpresas por las amplias y convenientes filtraciones, por fin se conocieron cuáles son los primeros pasos del presidente estadounidense Donald Trump con relación a Cuba.
Esas medidas no pueden verse como una maniobra aislada, sino
en su conexión con las batallas internas que ahora mismo libra la
Administración republicana; y otros asuntos prioritarios para esta en la
región, dígase, por ejemplo, Venezuela.
La Casa Blanca ya había sacado el pie del acelerador del
proceso de distención con el Archipiélago antillano, abierto por el demócrata
Barack Obama. Ahora puso la reversa. Canceló todos los acuerdos bilaterales
firmados hasta enero del 2017, incluyendo la Directiva Presidencial del 14 de
octubre del 2016, que marcó cierto punto de inflexión en el esquema hacia un
modus vivendi con La Habana.
Interpuso además, requisitos previamente eliminados en el
otorgamiento de las licencias a los viajes de sus ciudadanos a nuestro país. De
manera enfática les prohibió gastar su dinero en instalaciones turísticas
ligadas al sistema empresarial subordinado a las Fuerzas Armadas
Revolucionarias (FAR), que tiene un lugar preponderante en la expansión de la
industria turística nacional.
Sintomáticamente no fueron tocadas, al menos no de un modo
obvio, las relaciones diplomáticas, el probable vínculo comercial entre las
empresas estadounidenses con los cuentapropistas cubanos (casi nulo por las
restricciones del bloqueo), ni tampoco la liberalización de las remesas desde
los EE.UU.
Aquí salen a la luz, aunque no lo parezca, nexos de
continuidad con el esquema marcado por Obama de valerse del emergente sector
privado dentro de la economía nacional, para impulsar en la dirección soñada el
proceso de cambios que se vive en la Mayor de las Antillas. Al mismo tiempo,
persisten en el propósito de presentar al bloqueo como una entelequia asociada
únicamente al gobierno.
FAVOR CON FAVOR, SE PAGA
Ciertamente, Trump había anunciado durante su campaña electoral
que perseguiría los pasos de Obama. Sin embargo, hacerlo justamente ahora suena
más bien al propósito de mostrar algún tipo de avance en su controversial
programa de gobernación.
Si nos atenemos a las recientes revelaciones del ex director
del FBI, James Comey, el magnate que ocupa la Oficina Oval está seriamente
preocupado porque las alegaciones de un supuesto involucramiento ruso en las
elecciones presidenciales de noviembre pasado socavaron su liderazgo, capacidad
de negociación con aliados y de enfrentar a enemigos externos.
En Washington los favores políticos son importantes y
citando a Comey, el Presidente valora mucho la lealtad. Eso estaría buscando al
cortejar a dos personajes con cada vez menos influencia dentro de la comunidad
cubana en Estados Unidos, pero sí ubicados en puestos claves en el Congreso:
Mario Díaz-Balart y Marco Rubio.
Ambos le fueron muy útiles en sus aspiraciones de echar
abajo el seguro médico de los demócratas conocido como Obamacare, y estarían
siendo parte también de su esquema defensivo para evitar un juicio político si
prosperan las investigaciones dentro del mencionado Russiagate.
Entonces no se trata de una pura acción de política
exterior, es una maniobra enfocada fundamentalmente hacia el interior. Es la
búsqueda desesperada de apoyo doméstico tocando la melodía de la confrontación,
tan añorada por esos congresistas de origen cubano.
Donald Trump, y esto resulta importante recalcarlo, no habló
desde Miami en primera instancia para nuestro pueblo, sino para los políticos y
financistas de la llamada línea dura a quienes cree necesitar para apuntalar
otros planes más cardinales. En la ciudad del Potomac le están comenzando a
escasear los aliados y cualquier ayuda es bien recibida.
Solo desde esta perspectiva puede entenderse que el
ejecutivo haya hecho caso omiso a las voces alzadas desde su propio país, para
advertirle que entorpecer la senda abierta por Obama es contraproducente, no ya
a los intereses de la Patria de José Martí que obviamente él no tiene en
cuenta, sino a los de los Estados Unidos.
La permanencia de los contactos bilaterales es provechosa
para ambas economías en lo concerniente a la generación de empleos y la
ampliación de los mercados. Suprimirlos, le alertaron, pondría en riesgo la
propia seguridad nacional, pues el rol de Cuba es clave en el área del Caribe,
tan cercana a las costas norteamericanas como barrera antiterrorista, contra el
tráfico de personas o drogas, el crimen organizado o para la protección del
medio ambiente.
Incluso, varios republicanos le señalaron que volver a la
retórica confrontacional solo beneficiaría a competidores de Washington en la
región como lo son Rusia y China.
Tampoco le ayudó mucho a la oposición interna aquí, que por
enésima vez y ante los ojos de nuestro pueblo se vio desnuda en su servilismo y
esencia antinacional. Este sería el saldo simbólico de haber escogido el teatro
llamado Manuel Artime, uno de los líderes de la invasión a Playa Girón y que
fue cambiado por compota; de hacerse rodear de los otros veteranos de la
Brigada Mercenaria 2506 y como si esto fuera poco, hablar de ayudar a los
cubanos amenizándolo con el himno de las barras y las estrellas.
El grotesco y patético espectáculo que vimos el viernes 16
de junio en Miami pretende, por carambola, socavar la estabilidad de la
Revolución Bolivariana en Venezuela, a sabiendas de que el respaldo antillano
ha sido y seguirá siendo crucial en llevar adelante buena parte de las misiones
sociales impulsadas en la nación sudamericana.
Nótese que las derechas siempre se encuentran. Los puntos de
contacto y los enemigos de ambos procesos revolucionarios son los mismos. Las
ofensas al Apóstol y a la Bandera de la Estrella Solitaria vistas en los
últimos días en las manifestaciones violentas en suelo venezolano, no dejan
lugar a dudas.
La regresión desesperada del magnate ve la luz en medio de
una impopularidad nunca vista. No digamos en Cuba, cuyo sentimiento de dignidad
nacional quedó plasmado en la Declaración de su Gobierno. Las reacciones desde
el propio Congreso, tanto en la bancada demócrata como en sus correligionarios
republicanos, ejemplifican un panorama que le augura nuevos conflictos con esta
rama del Estado.
Quizás lo ocurrido sea un impulso para que progrese en los
pasillos del Capitolio un proyecto de ley que permitiría los viajes turísticos
de los estadounidenses a la tierra de Fidel.
El retorno al discurso de los condicionamientos y la
bravuconería política era el peor de los caminos que podía escoger Donald Trump
en su relación con su pequeño y a la vez gigante vecino. Así se lo habían
alertado propios y contrarios, pero ya sabemos que estamos ante un mandatario
cuya mejor habilidad es alejar a su público de lo verdaderamente importante, y
no dudemos de que lo visto el 16 de junio forme parte de esa costumbre.
Por István Ojeda Bello