Tributar para un periódico es para los profesionales de la prensa como cruzar aceros con la exigencia técnica y con la rigurosidad editorial.
Se trata de que la prosa de prisa, como agudamente llamó al periodismo ese gran periodista que fue Nicolás Guillén, no está solo concebida para llegar de una manera directa, sencilla, sucinta y completa a sus lectores potenciales, sino también –y eso no es menos importante- con un nivel decoroso de factura estilística. Redactar es más que poner una palabra detrás de la otra: es escribir con apego a las normas del idioma y enunciar con claridad, elegancia y concisión lo que se pretende decir.
Son numerosos los “virus” que contaminan hoy al discurso
periodístico escrito. Uno de los más nocivos es el lugar común, locución acuñada por Aristóteles
en la época de oro de la oratoria griega. Se trata del uso indiscriminado de
argumentos y juicios que, aunque fueron
inicialmente precisos para definir fenómenos y situaciones determinadas, gastaron
su capacidad de sugerencia de tanto repetirse. Ninguno es capaz de
ofrecer ya una visión objetiva sobre un
tema. Como funcionan en cualquier contexto, tampoco ayudan a comprender aquello
de lo que se habla.
Comenzaré con un ejemplo bastante frecuente en nuestra
prensa escrita: masivo acto. ¿Dice realmente algo tan simplista manera de
describir una reunión de cierta cantidad de personas? ¿Logra alguien hacerse una idea más o menos exacta de si
fueron cien o mil los individuos participantes? Definitivamente, no. ¿Y saben
por qué? Pues porque nos hemos acostumbrado a emplear la frase con análogos
propósitos tanto cuando cubrimos una graduación estudiantil de secundaria como
cuando reseñamos una concentración en
apoyo a la Revolución.
Otro caso notorio es el de «merecidas vacaciones». Decimos:
«Fulano de Tal no pudo estar presente porque se encuentra disfrutando de unas
merecidas vacaciones». El lector se pregunta al vuelo: «¿le consta al
periodista que esas vacaciones son merecidas? ¿Por qué las califica con esa
seguridad? ¿No sería más sensato para él limitarse a decir que la persona en
cuestión está, sencillamente, de vacaciones... y punto?»
Podría citar un rosario de ejemplos de parecido corte.
Todos, sin excepción, padecen el mal de la pobreza léxica y del acomodamiento
estilístico. Miren: personalmente, he dejado de tener en cuenta al entrevistado
que ciertos colegas pretenden vender en titulares como... «un digno ejemplo».
Sí, asumo el riesgo de que tal vez esa persona lo sea. Pero, ¿acaso no se le
endilgan esos mismos epítetos a cuanto interlocutor más o menos destacado
aparece en las páginas de nuestras publicaciones? ¿Por qué abusar de un
enunciado cuyo empleo debe reservarse
solo para casos excepcionales? Quien se limite a cumplir con sus deberes puede
quizás ser un buen ejemplo, pero no necesariamente un digno ejemplo, que es un
calificativo de talla mayor. Digno ejemplo desborda lo común. Y, como
calificamos a tanta gente de digno
ejemplo, pues para el lector ya casi ninguno lo es.
Pregunto: ¿a quiénes se les activan las papilas gustativas
cuando leen «aromático grano» en un material periodístico referido al
café? ¿Alguien siente deseos de tomarse
un vaso guarapo cuando la letra impresa insiste hasta el cansancio en imponernos el giro «dulce gramínea» en
alusión a la caña de azúcar? ¿Quién le
concede ahora más importancia al agua, solo porque los periodistas nos
referimos a ella como al «líquido vital»? ¿Acaso alguno de ustedes ha
experimentado sudoraciones al posar la mirada sobre la frase «ingentes
esfuerzos»? ¿Cuántos no hemos criticado el eufemismo «larga y penosa
enfermedad» con que hacen referencia las notas necrológicas a algo que se llama
simple y llanamente cáncer?
Y así «combativa demostración, éxito extraordinario,
conducta íntegra, trabajador incansable, sentida demostración de duelo,
impecable hoja de servicios, fervor patriótico, luctuosa ceremonia, cálidos
elogios, sentido pésame, hazaña inigualable»... Vale acuñar frases que rompan
con la monotonía lingüística y contribuyan a darle color al idioma. Pero,
¿hasta cuándo vamos recurrir a su uso para describir siempre similares
circunstancias? ¿Hasta cuando les vamos a dar voz para después, en un acto de
cruel lengüicidio, condenarlos a la mudez semántica?
Un vicio consanguíneo con el lugar común es la adjetivación.
«Los adjetivos son las arrugas del estilo», ha dicho Saramago. Cuando los
insertamos sin razones justificadas, abruman y confunden. El buen periodismo se
caracteriza por la parquedad en su uso, y solo apela a ellos para escoger los
más concretos, simples, directos y definidores. ¿Por qué obligar a un
sustantivo a viajar por texto y contexto del brazo de un adjetivo que no
necesita o le viene grande? Si calificamos a cualquiera de excelso, fantástico,
eminente, incomparable, ilustre, insigne, notable, magnífico..., ¿qué dejamos
después para las personalidades de primera línea?
Las llamadas muletillas también se las traen. Son frases improductivas, inútiles que no le
aportan absolutamente nada ni a las ideas desarrolladas en la cuartilla ni al
discurso periodístico propiamente. Todos los que ejercemos la profesión hemos
incurrido alguna que otra vez en su nefasto uso. Les pondré algunos ejemplos:
asimismo, en otro orden de cosas, por otra parte, ahora bien... Pruebe a
eliminarlas y advertirá, sorprendido, que la redacción adquiere más fuerza y
más elegancia sin la presencia de semejantes rémoras. Debemos estar siempre
alertas contra ellas, pues, a pesar de someterlas a vigilancia, suelen deslizarse
muy fácilmente.
En fin, quien aspire a tener lectores debe respetarlos, y
eso solo se consigue cuando se pulimenta el estilo y se conciben textos
aspirantes a modelos de limpieza, claridad, exactitud y elegancia en el uso del
idioma..
Sobre tal asunto son magistrales estas palabras de García
Márquez en su artículo El mejor oficio del mundo: «Nadie que no haya nacido
para eso y esté dispuesto a vivir sólo para eso podría persistir en un oficio
tan incomprensible y voraz, cuya obra se acaba después de cada noticia, como si
fuera para siempre, pero que no concede un instante de paz mientras no vuelve a
empezar con más ardor que nunca en el minuto siguiente.»
Por Juan Morales Agüero