sábado, 15 de agosto de 2020

 

Es curioso: uno cierra por un rato los ojos, activa algún resorte oculto dentro del cerebro —¿o del corazón?— y, a la manera de una sala de cine, puede conseguir que acudan y desfilen los recuerdos. Así, en el oscuro recinto de mis remembranzas, veo ejercitarse con porte de atleta por las áreas de la Universidad de Oriente a mi amigo Leonardo Mastrapa; o recorriendo las calles tuneras enhorquetado sobre su moto Babetta, varias tallas menor que la suya; o detallándome cómo se hace un buen potaje sin tener que sofreír las especias; o describiéndome el nuevo diseño de 26 Digital, la web que él fundó y veneró...

Las escenas protagonizadas por este colega íntegro y virtuoso concurren en tropel a mi memoria. ¡Haría falta un largometraje para aprehenderlas! Selecciono algunas y las acomodo desde mis afectos, convencido de que serán apenas una muestra de su multifacética dimensión. Las pongo frente a mí y lo veo a él tal y como era antes de empacar para su último viaje. Distingo al periodista, al compañero, al directivo, al vecino, al editor... Al profesional incansable, que, como dijo de él un amigo, “hacía un lugar de trabajo de todo sitio al que llegaba”.

No sé cómo se las arreglaba para estar en todas partes y al tanto de todo. Tenía una capacidad de trabajo rayana en lo insólito, y un carácter a prueba de desazones. Jamás lo vi abrumado por una tarea ni ofuscado por un desacuerdo.

En el Periódico nada ni nadie les eran ajenos. Recorría los pasillos de prisa y a grandes zancadas, como si en ello le fuera la vida, con aquel corpachón de casi dos metros de estatura, hecho para hospedar dentro toda la humildad y la decencia  del mundo.

Natura lo dotó de la rara gracia de irradiar simpatías y de carecer de enemigos. Era imposible conocerlo sin congeniar con él al instante, por aquella manera suya de meterse en la piel de los demás desde el primer encuentro. En la polémica, sustentaba sus puntos de vista con tal equilibrio y respeto que uno terminaba renunciando a los propios para adherirse a los suyos. Atendía a su anciana madre con proverbial cariño,  como si se tratara de una dama decimonónica. A ella le dedicaba los ratos que le escamoteaba a la diversión o al descanso.  Y, al referirse a su hijo, las ascuas del orgullo le hacían resplandecer la mirada.  

Viajó tanto en 30 años hacia y desde su San Manuel originario que su kilometraje bien podría circunvalar el planeta, y no exagero.  ¡Nunca conocí a otra persona que amara tanto sus raíces!  Suerte de hijo pródigo moderno, siempre regresó al terruño. En su humilde camposanto dejó dicho que lo sembraran, y no duden que un día germine allí una planta exótica, nacida para mostrar cómo se puede ser mejor persona.

La vida, en ocasiones, se gasta excentricidades como esta de echar al mundo a un hombre al que no le cupo en su prontuario ni una onza más de virtud, para luego —quizás por celos o tal vez por capricho— arrebatárnoslo cuando aún le quedaba mucho para ofrecer. Empero, y a pesar de su muerte física, quienes lo quisimos mantendremos lozana su memoria. Porque, como escribió la chilena Isabel Allende,  “la muerte no existe, la gente solo muere cuando la olvidan”.

Escrito por Juan Morales Agüero. Foto: Pastor Batista

 

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