Es curioso: uno cierra por un rato los ojos, activa
algún resorte oculto dentro del cerebro —¿o del corazón?— y, a la manera de una
sala de cine, puede conseguir que acudan y desfilen los recuerdos. Así, en el oscuro
recinto de mis remembranzas, veo ejercitarse con porte de atleta por las áreas
de la Universidad de Oriente a mi amigo Leonardo Mastrapa; o recorriendo las
calles tuneras enhorquetado sobre su moto Babetta, varias tallas menor que la
suya; o detallándome cómo se hace un buen potaje sin tener que sofreír las
especias; o describiéndome el nuevo diseño de 26 Digital, la web que él fundó y veneró...
Las escenas protagonizadas por este colega íntegro y virtuoso
concurren en tropel a mi memoria. ¡Haría falta un largometraje para aprehenderlas!
Selecciono algunas y las acomodo desde mis afectos, convencido de que serán
apenas una muestra de su multifacética dimensión. Las pongo frente a mí y lo veo
a él tal y como era antes de empacar para su último viaje. Distingo al periodista,
al compañero, al directivo, al vecino, al editor... Al profesional incansable,
que, como dijo de él un amigo, “hacía un lugar de trabajo de todo sitio al que
llegaba”.
No sé cómo se las arreglaba para estar en todas partes
y al tanto de todo. Tenía una capacidad de trabajo rayana en lo insólito, y un
carácter a prueba de desazones. Jamás lo vi abrumado por una tarea ni ofuscado
por un desacuerdo.
En el Periódico nada ni nadie les eran ajenos. Recorría
los pasillos de prisa y a grandes zancadas, como si en ello le fuera la vida, con
aquel corpachón de casi dos metros de estatura, hecho para hospedar dentro toda
la humildad y la decencia del mundo.
Natura lo dotó de la rara gracia de irradiar simpatías
y de carecer de enemigos. Era imposible conocerlo sin congeniar con él al
instante, por aquella manera suya de meterse en la piel de los demás desde el
primer encuentro. En la polémica, sustentaba sus puntos de vista con tal equilibrio
y respeto que uno terminaba renunciando a los propios para adherirse a los
suyos. Atendía a su anciana madre con proverbial cariño, como si se tratara de una dama decimonónica. A
ella le dedicaba los ratos que le escamoteaba a la diversión o al descanso. Y, al referirse a su hijo, las ascuas del
orgullo le hacían resplandecer la mirada.
Viajó tanto en 30 años hacia y desde su San Manuel
originario que su kilometraje bien podría circunvalar el planeta, y no
exagero. ¡Nunca conocí a otra persona
que amara tanto sus raíces! Suerte de
hijo pródigo moderno, siempre regresó al terruño. En su humilde camposanto dejó
dicho que lo sembraran, y no duden que un día germine allí una planta exótica,
nacida para mostrar cómo se puede ser mejor persona.
La vida, en ocasiones, se gasta excentricidades como
esta de echar al mundo a un hombre al que no le cupo en su prontuario ni una
onza más de virtud, para luego —quizás por celos o tal vez por capricho— arrebatárnoslo
cuando aún le quedaba mucho para ofrecer. Empero, y a pesar de su muerte
física, quienes lo quisimos mantendremos lozana su memoria. Porque, como
escribió la chilena Isabel Allende, “la muerte
no existe, la gente solo muere cuando la olvidan”.
Escrito por Juan Morales Agüero. Foto: Pastor Batista