Siendo de los seres más comunes de este mundo, cada uno
portador de dos talones de Aquiles, porque a derecha e izquierda nos mata lo
mismo una flecha de guerra que otra de amor, los periodistas descubrimos hace
tiempo un conjuro infalible contra la muerte del otro: la crónica. Los
manuales, tan formales ellos, no se atreven a decirlo, pero hasta el novel
reportero que arma su primera línea sabe que La Parca le teme a la hermosura.
Así que a menudo, cuando la nada nos roba un colega -¡y mira
que lo ha hecho últimamente!-, cualquiera de nosotros desenfunda el teclado y
dispara al centro del monitor oraciones trasparentes que, al cierre de la
edición, terminan rescatando al ser que «perdimos» y espantando lejos a la
devoradora de vidas que intentó desterrarlo. De ese modo se ha armado la legión
de reporteros inolvidables que sostienen los pilares sublimes y subliminales de
nuestra Unión de Periodistas de Cuba (Upec).
Confío en que suceda de nuevo ahora que se ha ido, dizque
para siempre, Leonardo Mastrapa Androín y, como un cuerdo desenfrenado, llego a
casa y comienzo a tirar al camino del recuerdo letras y más letras por las que
él pueda seguir, imperturbable, por un
pedraplén de afectos, viajando en su moto de Las Tunas a San Manuel y de San
Manuel a Las Tunas, haciendo su obra de intelectual valioso con «ínfulas»
de… abeja anónima.
Todos le han visto servir por años, edición tras edición del
periódico 26, sin ambiciones de gloria, pero con tal persistencia que cansa a
la muerte como lo hiciera la Francisca inquieta que nos pintó Onelio Jorge
Cardoso en un cuento que parece periodismo.
A nuestros 52, éramos tercos creyentes: en la bondad y la
belleza, en las cosas llanas que aprendimos juntos en las aulas de periodismo
de la empinada Universidad de Oriente, en la tierra que le abrigó de repente,
sin avisarle en un tuit, y en los amigos que, como el bronce de ley, muestran,
de principal patrimonio, la pátina del afecto.
De modo que, mientras en la funeraria de Calzada y K
acompaño su cuerpo junto a un reducido grupo de familiares y camaradas antes de
que parta a su oriental terruño, hablamos sin hablar, en un código que acabamos
de inventar para decirnos que, en efecto, yo garabatearé algo con tal de que él
se mantenga vivo. «Milanes –me dice en mi sueño, restando, con mi acento que
siempre omitía, la gravedad del asunto- no te preocupes, que yo resuelvo esto».
La muerte se mata con crónica, pero tiene el cuero duro, de
manera que ni el mejor conjurador –la pluma excelsa que yo no soy- puede
escapar en su intento a la humanísima lágrima que encharca al que aprecia
limpiamente porque tiene un manantial imparable en el pecho.
Entonces, el cronista tiene que lamentar la enfermedad que,
cual maligna inspiración sobre una cuartilla blanca, derrumbó de repente un
corpachón de atleta; el periodista tiene que abrazarse en dolores
transoceánicos que llegan desde Moscú con la colega Mylenys –esa «ex» que en el
tiempo se le volvió a Mastrapa su tercera hermana, con Liliana y Lourdes-; el
reportero tiene que preguntarse qué durísimos reclamos le hace al mar Denes
Leonardo, el hijo del amigo, sentado esa mañana de agosto en el malecón, de
frente a un horizonte escorado; el hermano de otra sangre tiene que imaginar,
solo imaginar, el desfile de emociones del velorio y el entierro de la gente de
San Manuel y Puerto Padre, donde al que va en descanso se (le) quiere a lo
grande, como aman en Cuba los pueblos chiquitos.
Se va veloz, montado en un clic izquierdo, el subdirector
del periódico de Las Tunas, el por mucho tiempo vicepresidente provincial de la
Upec, el hombre que hacía un lugar de trabajo de todo sitio al que llegaba; se
marcha un «imprescindido», porque en su valla reporteril siempre se le valoró;
parte un celoso cuidador de su página web, pero por mucha falta que hará en
esos puestos y en otras cosas, lo que más se extrañará tras el mazazo brusco
será el ser humano noble que, pasada la media rueda y con 1.92 centímetros de
estatura, persistía en su retrato de lejanos años mozos: el mismo muchacho sano
que no aprendía las recetas del odio ni sabía dibujar los planos de la
emboscada.
Al final, el final: el amigo tiene que dejar ir el cuerpo
del amigo pero se guarda su alma. Le dice adiós cuando lo ve partir por la
carretera, no en balde de cara al sol, y piensa en los maestros comunes que,
desde la primera clase hasta la conjunta tesis de graduación en 1990, nos
enseñaron cuánto valen -en este oficio medio ingrato que a veces publica
errores y a veces entierra aciertos- el brillo de la verdad y el temblor de la
emoción.
Con esos recursos periodísticos, aprendidos por nos y otros
cuando Santiago no conocía internet, debe bastar, digo yo, para tejer esta
crónica-trampa que obligue a la muerte a meterse con alguien –más chico- de su
tamaño y propicie que una noche cualquiera me alumbre un telefonazo: «Milanes,
dime, ¿cómo va la cosa?».
Escrito por Enrique Milanés León, Juventud Rebelde.