No recuerdo cuándo fue que debutó mi incurable adicción por leer periódicos. Quizá se remonte a mis tiempos de estudiante de la enseñanza primaria. Por entonces mi padre solía comprarme el semanario Pionero, con aquellas simpáticas historietas diseñadas por Lillo, donde Matojo encarnaba el estereotipo del niño cubano de la época, avispado y travieso, pero siempre generoso y perspicaz.
Más adelante, en mi
adolescencia y juventud, me interesé por las publicaciones de información
general. Algunas firmas se me hicieron tan familiares que llegué a identificar
a sus dueños con solo pasarle la vista a un texto. Por leer a buenos
periodistas, comenzó a agradarme la profesión. Fue esa práctica mi academia originaria.
«No hay cetro mejor que un buen periódico», dijo José Martí.
Mi madre me halaba las orejas —es un decir— siempre que me encontraba sentado a una mesa repleta de periódicos, viejos y nuevos. «¡Así la coriza no se te va a quitar nunca!», me advertía, enojada. Yo ignoraba sus reprimendas y, como si tal cosa, continuaba agenciándome la prensa del día en el bien surtido estanquillo que por entonces existía en la terminal ferroviaria de mi pueblo.
Entre todos los periódicos, Juventud Rebelde fue siempre mi predilecto. Y no lo digo porque hoy —¡lo que es la vida!— forme parte de su equipo de reporteros, sino porque colmaba mis expectativas de lector exigente y contumaz. Lo recuerdo con su cabezal coloreado de rojo y azul y su tamaño tipo sábana —casi el doble del actual, lo típico de la época—, quizá algo complicado de manipular, pero con historias inéditas e interesantes que yo devoraba de una sentada.
Adquirí la manía de recortar de sus páginas los trabajos que me parecían originales y bien escritos. La sección Momentos, firmada por Víctor Joaquín Ortega, nunca escapaba a mis tijeras. Recreaba temas de la historia del deporte poco conocidos. Me deslumbraba, en particular, su singularísima manera de contar, tan diferente a otras. Luego supe que ese estilo pertenece a un hermoso género llamado crónica, en el que mi colega continúa dictando cátedra.
A Víctor Joaquín Ortega, por cierto, debo mi primer contacto con la teoría del Periodismo. Fue a través de un folleto que él publicó, llamado Técnica periodística aplicada al deporte. Yo acababa de graduarme de Educación Física en el Fajardo y hacía mis pininos como corresponsal deportivo voluntario. Aquel texto me esclareció muchas dudas. Todavía lo conservo como una reliquia.
La edición dominical de JR —como hoy— era la vedette de la semana. Sus trabajos, adscritos al llamado principio del placer, polarizaban el gusto del lector y vendían el diario como pan caliente. Nunca olvido los reportajes firmados por plumas de gran prestigio. Recuerdo también las fraternas polémicas sobre fútbol que sostenía Pancho Rodríguez —a cargo de ese deporte en JR— con Elio E. Constantín, quien tenía igual encomienda en el diario Granma. Aquellos toma y daca en letra impresa eran modelos de mesura y ética. Me enseñaron que el periodista opina y juzga, pero sin creerse nunca dueño absoluto de la razón.
¿Y qué decir de las deliciosas e insuperables crónicas de Gabriel García Márquez, aparecidas durante un tiempo? ¿Y qué de las de Enrique Núñez Rodríguez, su carismático «vecino de los bajos»? Eran la primera escala de mis ojos cuando desplegaba el diario los domingos. Auténticos paradigmas de color y gracia estilísticos, forman parte de lo mejor del patrimonio lectivo de JR.
A Guillermo Lagarde y a su sección Desapolillando archivos les agradezco mi devoción por el costumbrismo. Sus estampas, extraídas del alcanforado baúl de los recuerdos, fueron en mi aprendizaje como clases magistrales para aprender a volar de una época a otra en la máquina del tiempo. Todavía suelo desapolillarlas alguna que otra vez desde la placidez de mis remembranzas. Cuando lo hago, me recompenso con insólitos hallazgos.
Siempre digo que leer periódicos —en especial JR— me colocó en la senda del periodismo, una profesión fascinante y adictiva, en la que nunca se termina de aprender. Intentarlo es como caminar eternamente hacia la línea del horizonte.
En fin, heme ahora aquí, exprimiendo mis recuerdos de lector empedernido sobre aquellos inolvidables años de JR, de algunos de sus actores y de la huella que dejaron unos y otros en mi formación. Dicen que el pasado es un buen lugar para visitar, pero no para quedarse. La nostalgia me trasladó hasta sus predios. Ya estoy de regreso, con el mismo entusiasmo, gratitud y fervor de otrora.
Por Juan Morales Agüero
Mi madre me halaba las orejas —es un decir— siempre que me encontraba sentado a una mesa repleta de periódicos, viejos y nuevos. «¡Así la coriza no se te va a quitar nunca!», me advertía, enojada. Yo ignoraba sus reprimendas y, como si tal cosa, continuaba agenciándome la prensa del día en el bien surtido estanquillo que por entonces existía en la terminal ferroviaria de mi pueblo.
Entre todos los periódicos, Juventud Rebelde fue siempre mi predilecto. Y no lo digo porque hoy —¡lo que es la vida!— forme parte de su equipo de reporteros, sino porque colmaba mis expectativas de lector exigente y contumaz. Lo recuerdo con su cabezal coloreado de rojo y azul y su tamaño tipo sábana —casi el doble del actual, lo típico de la época—, quizá algo complicado de manipular, pero con historias inéditas e interesantes que yo devoraba de una sentada.
Adquirí la manía de recortar de sus páginas los trabajos que me parecían originales y bien escritos. La sección Momentos, firmada por Víctor Joaquín Ortega, nunca escapaba a mis tijeras. Recreaba temas de la historia del deporte poco conocidos. Me deslumbraba, en particular, su singularísima manera de contar, tan diferente a otras. Luego supe que ese estilo pertenece a un hermoso género llamado crónica, en el que mi colega continúa dictando cátedra.
A Víctor Joaquín Ortega, por cierto, debo mi primer contacto con la teoría del Periodismo. Fue a través de un folleto que él publicó, llamado Técnica periodística aplicada al deporte. Yo acababa de graduarme de Educación Física en el Fajardo y hacía mis pininos como corresponsal deportivo voluntario. Aquel texto me esclareció muchas dudas. Todavía lo conservo como una reliquia.
La edición dominical de JR —como hoy— era la vedette de la semana. Sus trabajos, adscritos al llamado principio del placer, polarizaban el gusto del lector y vendían el diario como pan caliente. Nunca olvido los reportajes firmados por plumas de gran prestigio. Recuerdo también las fraternas polémicas sobre fútbol que sostenía Pancho Rodríguez —a cargo de ese deporte en JR— con Elio E. Constantín, quien tenía igual encomienda en el diario Granma. Aquellos toma y daca en letra impresa eran modelos de mesura y ética. Me enseñaron que el periodista opina y juzga, pero sin creerse nunca dueño absoluto de la razón.
¿Y qué decir de las deliciosas e insuperables crónicas de Gabriel García Márquez, aparecidas durante un tiempo? ¿Y qué de las de Enrique Núñez Rodríguez, su carismático «vecino de los bajos»? Eran la primera escala de mis ojos cuando desplegaba el diario los domingos. Auténticos paradigmas de color y gracia estilísticos, forman parte de lo mejor del patrimonio lectivo de JR.
A Guillermo Lagarde y a su sección Desapolillando archivos les agradezco mi devoción por el costumbrismo. Sus estampas, extraídas del alcanforado baúl de los recuerdos, fueron en mi aprendizaje como clases magistrales para aprender a volar de una época a otra en la máquina del tiempo. Todavía suelo desapolillarlas alguna que otra vez desde la placidez de mis remembranzas. Cuando lo hago, me recompenso con insólitos hallazgos.
Siempre digo que leer periódicos —en especial JR— me colocó en la senda del periodismo, una profesión fascinante y adictiva, en la que nunca se termina de aprender. Intentarlo es como caminar eternamente hacia la línea del horizonte.
En fin, heme ahora aquí, exprimiendo mis recuerdos de lector empedernido sobre aquellos inolvidables años de JR, de algunos de sus actores y de la huella que dejaron unos y otros en mi formación. Dicen que el pasado es un buen lugar para visitar, pero no para quedarse. La nostalgia me trasladó hasta sus predios. Ya estoy de regreso, con el mismo entusiasmo, gratitud y fervor de otrora.
Por Juan Morales Agüero