martes, 30 de marzo de 2021

 


Por Juan Morales Agüero


Escribir es más que colocar una letra después de la otra. Exige, además de saberes, mucha práctica y voluntad. Algunos de quienes se esforzaron sobre el papel en dotar de sentido a las palabras se construyeron sus rituales creativos como manías, supersticiones, fetiches, costumbres, rutinas…

Ernest Hemingway (1899-1961) escribía de pie y sobre una mesa a la altura del pecho, donde ponía su máquina Royal. Muchas de sus ideas las garrapateó en las servilletas de los bares que frecuentaba. Escribía unas 500 palabras por día, con una pata de conejo en el bolsillo a guisa de talismán.

Otro caprichoso a la hora de sentarse a escribir fue Gabriel García Márquez (1927-2014). El padre de Cien años de soledad no podía dar un teclado en su máquina sin una flor amarilla sobre su mesa de trabajo y una temperatura a su gusto. Jamás colocó una coma sin antes recibir la visita de las musas.

Juan Ramón Jiménez no construía un verso si no contaba con el más absoluto silencio. El ruido lo hacía cambiar a menudo de domicilio. Incluso, llegó a forrar de corcho su departamento en Madrid. El canto de un grillo bastaba para irritarle. Se encerrarse en monasterios de clausura en busca de sosiego.

A George Bernard Shaw sus excentricidades para escribir lo llevaron a construir en al patio de su residencia una especie de cobertizo, el cual emplazó convenientemente luego sobre un dispositivo giratorio que le permitía trabajar durante todo al día mientras contemplaba todo el recorrido del Sol.

La rutina de la chilena Isabel Allende es distinta. En efecto, la autora de La casa de los espíritus, comienza sus sesiones frente a la cuartilla en blanco junto a una vela encendida. Tan pronto la llama se extingue, ella finaliza la jornada, aunque una frase o un parlamento hayan quedado sin concluir.

Honoré de Balzac empezaba a escribir aislado y a media noche, Lo hacía durante tantas horas que perdía la noción del tiempo. Los locales carecían de relojes y de ventanas, para no saber cuándo era de día o de noche. Eso sí, tenía siempre una vasija repleta de café, de la que bebía hasta 50 tazas por jornada.
Víctor Hugo no le iba a la zaga en cuanto a manías. Antes de plasmar algo sobre sus cuartillas, lo repetía mil veces a grito pelado mientras daba vueltas por la habitación. Cuando el plazo de entrega de una obra suya estaba por expirar, se encerraba en su estudio ligero de ropas y le ordenaba a su criado no entregarle atuendo hasta tanto no concluyera su tarea.

Marcel Proust convirtió su lecho en su bufete de creación. En efecto, el autor de En busca del tiempo perdido escribió durante la mitad de su vida bocabajo sobre las sábanas. Según este hipocondríaco testarudo, lo hacía así para «evitar que lo sorprendiera un súbito ataque de asma». Su lecho estaba siempre cubierto de diarios y papeles con anotaciones…

El irlandés James Joyce, autor de esa gran obra que es Ulises, escribía con un lápiz azul, cuyo trazo le permitía atenuar el efecto de su cuasi ceguera; el norteamericano John Steinbeck escogía lápices redondos, los cuales, por carecer de aristas, no le lastimaban la piel de los dedos. Al gran poeta chileno Pablo Neruda le encantaba escribir con tinta verde.

El mexicano Juan Rulfo escribió su novela Pedro Páramo sobre recortes de apenas unos centímetros de área. Les asignaba colores diferentes, según la jerarquía del tema asentado en cada uno. Por su parte, Arthur Conan Doyle cortaba las hojas en estrechas tiras sobre las cuales escribía. Luego las pegaba con cera a la manera de un pergamino.

Si de vicios se trata, autores hubo que no podían crear sin acudirlos. Marguerite Duras escribía con una botella de whisky al lado. A Jean Paul Sartre, el tabaco, el café y el alcohol le fomentaban la imaginación. Gustave Flaubert no tomaba la pluma sin haberse fumado antes una pipa. Scott Fitzgerald tenía en la ginebra su estímulo creativo. Y Truman Capote, el autor de A sangre fría, comenzaba a escribir tomando café, luego té, después menta y terminaba bebiendo una botella de Martini.

Por su manía de persecución, el ruso Fiodor Dostoievski escribía compulsivamente, casi sin dormir y andando de un lado a otro de la habitación. Mark Tan anotaba al detalle la cantidad de palabras escritas durante el día. Y Thomas Mann era tan obsesivo con los personajes creados que, incluso, se imaginaba los rasgos que tendrían sus firmas.

Isaac Asimov utilizaba ocho horas al día los siete días de la semana. Le gustaba hacerlo en espacios sin ventanas y con luz artificial. Jorge Luis Borges solía meterse en la bañera tan pronto abandonaba el lecho. Allí meditaba acerca de qué detalle de lo soñado la noche antes merecía convertirse en cuento o en poema. Norman Mailer era excesivamente riguroso con su tiempo: solo trabajaba lunes, martes, jueves y viernes. Y la autora policiaca Agatha Christie (1890-1976) podía escribir lo mismo en el cuarto de baño que en la mesa del comedor.

En fin, de manías, supersticiones, fetiches y rutinas está construida la práctica creativa de buena parte de los grandes escritores. Sería injusto tildarlos de obsesivos, maniáticos o perturbados. Porque, aquí, entre nosotros, ¿acaso los periodistas no tenemos también las nuestras?

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