lunes, 6 de septiembre de 2021





Ubiquel Arévalo Morales nació el 6 de septiembre de 1956, y su nombre no es solo el que honramos con lo mejor del periodismo tunero publicado cada año, y luego sometido a concurso. También fue un amigo, colega entrañable, cuyo recuerdo queda entre quienes lo conocieron y sirve de guía al gremio. Miguel Díaz Nápoles, su amigo cercano, escribió este material.

Siempre que escribo de Ubiquel Arévalo Morales no puedo evitar las lágrimas.

Y como hoy es 6 de septiembre, y mi amigo cumple 57 años tengo que escribir de él. Y digo cumple porque para mí es mentira que murió hace ya 24 años.

Ubiquel era periodista, como yo. Desde que nos conocimos surgió entre nosotros una hermandad de leyenda que solo quebró con su muerte, físicamente, claro, porque espiritualmente siempre anda conmigo.

Murió un día (26 de mayo de 1989) cuando viajaba a cumplir con su deber: editar un reportaje para la televisión (el medio para el que trabajaba) que la había quitado el sueño.

Fue un día fatal desde que despertó, y le dijo a Lily, su esposa, que le pesaba ir a Holguín. Un rato después, ya en la corresponsalía de la televisión en la ciudad de Las Tunas, daba vueltas y vueltas antes de partir, como no queriendo viajar, pero el deber (ese que tanto amaba) lo llevó a la carretera en su moto, y a mitad de camino chocó con un auto que venía en sentido contrario, de forma inexplicable, y voló por encima del carro.

Aparentemente solo tenía fractura en un brazo y en una pierna, pero ninguno de los que lo auxiliaron sabía que tenía una fractura en la cervical, y como no fue trasladado al hospital por paramédicos, al moverlo fue seccionada su médula espinal. Murió unas tres horas después, en un centro asistencial de Holguín, como consecuencia de un paro respiratorio, con solo 32 años, lleno de vida, de aspiraciones, de alegría, porque era la alegría personificada.



Así se nos fue Ubiquel, en un golpe demoledor para los profesionales de la prensa, para su familia y sus amigos, que aún lo lloramos a la distancia de tantos años, porque el tiempo no pasa cuando la raíz queda adherida a la tierra, a las arterias, a la carne.

Yo, por suerte, he tenido la posibilidad que él no pudo tener: ver crecer a mi lado a sus dos hijos, quererlos como propios, cuidarlos, velar por su salud, por sus aspiraciones, por sus alegrías y tristezas, y recordarlo a él, todos los días de esta vida, como si estuviera de viaje, como si llegara en cualquier momento, aunque en días como hoy la realidad se imponga con su física ausencia.

Tal parece que él me asignó la sagrada misión de velar por sus dos hijos, esos de los que seguramente se sentiría orgulloso si pudiera verlos. Y yo, también orgulloso, los cuido con su esmero, con sus ansias de padre feliz, y a través de ellos lo veo todos los días a él, con su pícara sonrisa y su barba medieval, con sus ojos como el cielo, con ese azul que traspasa la esperanza.

Hace un rato me llamó Lily, para decirme que Lilita, la niña, la más pequeña, convertida en médica y prestando servicios en Venezuela, le había pasado un mensaje muy triste, porque era el cumpleaños de su papá. Ella no pudo disfrutarlo a él ni él a ella, porque cuando murió solo tenía un año y cinco meses, y recuerdo cómo él, en su tiempo en la casa, disfrutaba a la niña, con quien tenía locura, al igual que con Ivancito, unos cuatro años mayor que su hermana.

Por eso Ubi, como le llamábamos los más íntimos, sigue con nosotros, con sus ocurrencias, con su alegría contagiosa, con sus dotes de periodista de altura, con su altruismo a toda prueba, porque él era –es- uno de los imprescindibles en todas las facetas de la vida.

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