Las erratas son viejas conocidas de los periodistas. Los
estudiosos del tema aseguran que ellas acechan al texto desde el mismo debut
del lenguaje escrito. Tipógrafos, editores y correctores figuran entre sus
víctimas favoritas. Lo peor es que el empeño por exterminarlas no parece
exhibir grandes progresos, pues se niegan a desaparecer. En efecto, las muy
pícaras se camuflan y saltan como liebres en cualquier escondrijo del párrafo.
Ningún periódico puede vanagloriarse de estar ajeno a las
erratas. Alfonso Reyes, el mexicano ilustre, las definió como «especie de
viciosa flora microbiana siempre tan reacia a todos los tratamientos de la
desinfección». Y el gran poeta chileno y Premio Nobel de Literatura, Pablo
Neruda, las agravió con esta peyorativa imagen: «Son como las caries de los
renglones».
Algunas erratas son muy simpáticas. Como aquella en la que
un diario reprodujo un poema que decía en uno de sus versos: «Siento un fuego
atroz que me devora». Solo que la o de
atroz fue cambiada por una insultante a.
El cambio de letra, además de provocar un desastre ortográfico, le
introdujo al término un significado como
para desafiar a duelo a cualquiera.
En ocasiones, una errata le ha costado el empleo a su
comisor. Se suele citar una que tuvo por mártir a un cronista social. El
hombre, consumado especialista en el arte de la «guataquería», quiso halagar a
la hija del propietario del periódico con una nota en la que le deseaba «una gran dicha». Pero un duende cambió la d
por la p, y, bueno…, ¡imagínense!
Un caso similar lo cuenta el novelista Manuel Ugarte. Según
él, un reportero intentó lisonjear a una vanidosa dama habanera con esta
cursilería: «Basta escribir su nombre, Mercedes, para que se sienta orgullosa
la tinta». Solo que en lugar de tinta escribió tonta. ¡Lo pusieron de patitas
en la calle!
También fue embarazosa la situación de un crítico que dedicó
su último libro a una condesa. Para ella escribió en la presentación: «Señora, está de más decirle que su exquisito
busto conocemos muy bien todos sus amigos». Pero ocurre que donde dice busto
debió ponerse gusto. Y se formó la gorda.
A veces, la ausencia de una tilde puede provocar el caos.
Como aquel diario que publicó un clasificado donde se solicitaba «una
secretaria con ingles», en lugar de «con inglés». O como la gacetilla donde
alguien escribió «lúgubre viaje», pero se lo cambiaron por «legumbres viejas».
Al final del texto decía, poético: «Hay una humedad de sal mojándonos las
ojeras». Sin embargo, se la variaron por «hay una humedad de sol mojándonos las
orejas».
En materia de titulaje, los disparates no han sido menores.
Un periódico canario encabezó así un suelto relacionado con cierta enfermedad
bovina: «Las vascas locas», cuando debió decir «Las vacas locas». Tan pronto se
enteraron, las féminas de esa región española pusieron el grito en el cielo.
Otras erratas periodísticas divertidas son estas: la del
«Banco Español de Cerdito» (por crédito); la dama que lanzaba a su amado
miradas de «apasionada ternera» (por ternura); la demanda de trabajo en la que
se buscaba a alguien para cuidar «persianas mayores» (por personas); o el
santoral que anunciaba en primera plana el Día de la Purísima Virgen, pero la r
se cambió por una insultante t… ¡y se formó la de San Quintín!
Por Juan Morales Agüero