martes, 28 de junio de 2016



Las erratas son viejas conocidas de los periodistas. Los estudiosos del tema aseguran que ellas acechan al texto desde el mismo debut del lenguaje escrito. Tipógrafos, editores y correctores figuran entre sus víctimas favoritas. Lo peor es que el empeño por exterminarlas no parece exhibir grandes progresos, pues se niegan a desaparecer. En efecto, las muy pícaras se camuflan y saltan como liebres en cualquier escondrijo del párrafo.

Ningún periódico puede vanagloriarse de estar ajeno a las erratas. Alfonso Reyes, el mexicano ilustre, las definió como «especie de viciosa flora microbiana siempre tan reacia a todos los tratamientos de la desinfección». Y el gran poeta chileno y Premio Nobel de Literatura, Pablo Neruda, las agravió con esta peyorativa imagen: «Son como las caries de los renglones».
Algunas erratas son muy simpáticas. Como aquella en la que un diario reprodujo un poema que decía en uno de sus versos: «Siento un fuego atroz que me devora».  Solo que la o de atroz fue cambiada por una insultante a.  El cambio de letra, además de provocar un desastre ortográfico, le introdujo al  término un significado como para desafiar a duelo a cualquiera.
En ocasiones, una errata le ha costado el empleo a su comisor. Se suele citar una que tuvo por mártir a un cronista social. El hombre, consumado especialista en el arte de la «guataquería», quiso halagar a la hija del propietario del periódico con una nota en la que le deseaba  «una gran dicha». Pero un duende cambió la d por la p, y, bueno…, ¡imagínense!
Un caso similar lo cuenta el novelista Manuel Ugarte. Según él, un reportero intentó lisonjear a una vanidosa dama habanera con esta cursilería: «Basta escribir su nombre, Mercedes, para que se sienta orgullosa la tinta». Solo que en lugar de tinta escribió tonta. ¡Lo pusieron de patitas en la calle!
También fue embarazosa la situación de un crítico que dedicó su último libro a una condesa. Para ella escribió en la presentación:  «Señora, está de más decirle que su exquisito busto conocemos muy bien todos sus amigos». Pero ocurre que donde dice busto debió ponerse gusto. Y se formó la gorda.
A veces, la ausencia de una tilde puede provocar el caos. Como aquel diario que publicó un clasificado donde se solicitaba «una secretaria con ingles», en lugar de «con inglés». O como la gacetilla donde alguien escribió «lúgubre viaje», pero se lo cambiaron por «legumbres viejas». Al final del texto decía, poético: «Hay una humedad de sal mojándonos las ojeras». Sin embargo, se la variaron por «hay una humedad de sol mojándonos las orejas».
En materia de titulaje, los disparates no han sido menores. Un periódico canario encabezó así un suelto relacionado con cierta enfermedad bovina: «Las vascas locas», cuando debió decir «Las vacas locas». Tan pronto se enteraron, las féminas de esa región española pusieron el grito en el cielo.
Otras erratas periodísticas divertidas son estas: la del «Banco Español de Cerdito» (por crédito); la dama que lanzaba a su amado miradas de «apasionada ternera» (por ternura); la demanda de trabajo en la que se buscaba a alguien para cuidar «persianas mayores» (por personas); o el santoral que anunciaba en primera plana el Día de la Purísima Virgen, pero la r se cambió por una insultante t… ¡y se formó la de San Quintín!
Por Juan Morales Agüero 

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