Resulta un excelente ejercicio profesional recorrer la copiosa y variada producción periodística martiana. Casi se puede dar por seguro que durante su vida no existió acontecimiento de trascendencia ni inquietud personal que escapara inadvertido a su sagaz y siempre presta pluma.
Sus artículos y crónicas parecen hoy más que nunca auténticas tribunas, desde las que enalteció con bella prosa tanta “las virtudes que ennoblecen al hombre como los vicios que lo degradan”.
La temática deportiva no le fue ajena al hombre de Dos Ríos.
Sus puntos de vista sobre esa materia tienen en la actualidad extraordinaria
vigencia. En cada uno de los trabajos en los que aborda el asunto se aprecia a
un defensor de la pureza del deporte. Ellos reflejan la convicción de quien ha visto
en las actividades atléticas la alternativa ideal para la consolidación de la
salud y no “el sucio negocio que deforma y envilece”.
Los manejos sucios, las apuestas solapadas, los pleitos
comprados..., son algunas de las dianas a las que Martí dirige sus dardos en
las mismas entrañas del monstruo del Norte. Intento estéril, pues es la misma
sociedad yanqui la que auspicia la especulación del músculo en manos de
promotores deportivos sin escrúpulos. “Tal vez sea ley –escribió en una
ocasión- que en las raíces de los árboles grandes aniden los gusanos”.
Los razonamientos de Martí en torno al pugilismo profesional
durante su exilio norteamericano constituyen una radiografía que pone al
desnudo la degradación moral del sistema capitalista. En los tiempos actuales
esa situación no solo persiste, sino que es
más aguda que entonces.
La suciedad del boxeo rentado es conocida por los cubanos
que vivieron antes de 1959. En aquella etapa fueron muchos los púgiles que se
vieron en la necesidad de intercambiar trompadas por el mísero premio de un
plato de comida o unos pocos centavos. Tal vez el caso más dramático haya sido
el de Benny Kid Paret, quien murió en los Estados Unidos en 1962 después de
recibir una golpiza en un ring neoyorquino.
Martí cubrió en 1882 para el diario bonaerense La Nación la
pelea por el título de los pesos completos entre el campeón norteamericano John
L. Sullivan y el retador irlandés Paddy Ryan. La crónica que escribió esa vez
no deja lugar a dudas acerca de sus sentimientos. Veamos:
“Aquí los hombres se embisten como toros, apuestan a la
fuerza de sus testuz, s muerden y se desgarran en la pelea, y van cubiertos de
sangre, despobladas las encías, magulladas las frentes, descarnados los nudos
de las manos, bamboleando y cayendo a recibir entre la turba que vocea y echa
al aire los sombreros, y se abalanza en su torno, y les aclama, el saco de
monedas que acaban de ganar en el combate. En tanto el competidor, rota las
vértebras, yace exánime en brazos de sus guardas, y manos de mujer tejen ramos
de flores que van a perfumar la alcoba concurrida de los ruines rufianes.”
Se trata, sencillamente, de la descripción de una carnicería
humana, donde los púgiles no tienen ni siquiera el derecho a la asistencia
médica sobre el cuadrilátero. La diferencia con el boxeo que se practica en
nuestra sociedad actual no resiste la más mínima comparación, pues aquí el
pugilista es objeto de esmerados cuidados, tanto dentro como fuera del ring. Su
empeño por la victoria no está supeditado a intereses materiales, sin al
espectáculo que brinda con su propia actuación.
En Cuba, el Gobierno Revolucionario proscribió el
profesionalismo en marzo de 1962. Así se logró sanear el deporte en general y
el boxeo en particular. Fue el triunfo definitivo del atleta libre sobre el
atleta esclavo. Se cumplía así un postulado más de nuestro Martí.
Por Juan Morales Agüero