miércoles, 15 de mayo de 2019

Hace pocos días un matrimonio amigo me invitó a su casa a tomar café. Consecuentes con aquello de que la sabrosa infusión te hace pensar cuando estás solo y conversar si tienes compañía, entre sorbo y sorbo echamos un parrafito sobre nuestros hijos. Primero hablé hasta por los codos de mis chicas. Luego indagué por Robin, el primogénito de mis anfitriones, un joven abogado a quien casi vi nacer. “Está leyendo en el patio -dijeron-. Ve a verlo”.

Salí y, en efecto, encontré al muchacho arrellanado en una hamaca con un libro entre las manos. Lo saludé. “Me acabo de enterar de tu gusto por la lectura. Eso es nuevo, me parece…”, le dije con una pizca de sorna. “Pues sí, y no sabes cuánto siento no haberlo hecho más a menudo –admitió-. Mira, en este libro he aprendido cosas que no te enseñan en ninguna escuela”. Y me lo mostró.

Se trataba del Diario de Ana Frank, el conocido texto escrito por una niña judía de 13 primaveras, quien, durante dos años y medio, estuvo oculta de los nazis en el sótano de una casa de Ámsterdam, la capital de Holanda. Cuando la descubrieron, fue deportada al campo de concentración de Bergen-Belsen, donde murió de tifus junto a su hermana en los primeros meses de 1945. Robin compró el libro a sugerencias de un colega en la última Feria del Libro.

“Es una joya -comentó-. Me hizo admirar el optimismo de esta adolescente, aun en su difícil situación. Oye lo que escribió el 15 de julio de 1944: ´Asombra que yo no haya abandonado aún todas mis esperanzas, puesto que parecen absurdas e irrealizables. Sin embargo, me aferro a ellas a pesar de todo, porque sigo creyendo en la bondad innata del hombre´. ¿No te parece impresionante?”.

Aquella tarde, además de la gratitud de mis papilas gustativas por la taza de café recién colado, me despedí de mis amigos con el alma alegre, pues confirmé en el ejemplo de un profesional de 24 años cuánto puede haber de interés y de hallazgo en un compendio de páginas impresas. Y recordé al escritor norteamericano Ralph W. Emerson cuando dijo, acertadamente. “En ocasiones la lectura de un libro ha hecho la fortuna de un hombre, decidiendo hasta el curso de su vida”.

Nos acecha el verano, suerte de remanso para las neuronas después de un intenso período de trabajo y estudio. Buscar refugio en la lectura constituye una elección recreativa de primera calidad. Pero – ¡ojo!- no debe ser auto-impuesta. ¡Es preciso disfrutarla! “Al libro hay que ir con los brazos abiertos, no con los brazos en alt”», advirtió el gran escritor argentino Jorge Luis Borges.

Las bibliotecas públicas atesoran textos sobre los más variopintos temas y para las más exigentes preferencias. Desde la poesía completa de Mario Benedetti hasta los cuentos inmortales de Guy de Maupassant; desde las novelas de realismo mágico de García Márquez hasta las narraciones de los safaris africanos de Ernest Hemingway; desde las crónicas sublimes de José Martí hasta las aventuras de Julio Verne; desde la antología del Siglo de Oro español hasta el erotismo literario de Isabel Allende… Transitar por sus anaqueles es hacer un periplo por la cultura universal. Entonces, mi consejo es este: ¡A leer!
Por Juan Morales Agüero

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